Las crisis políticas venezolanas del último siglo y medio infaltablemente han llevado a los bandos en pugna a acordar un último recurso: dar con un pendejo transitorio.
Incognoscibles leyes de composición social hacen que, ante cualquier impasse tercamente insoluble, de esos en los que nadie puede sacar decisiva ventaja a corto plazo, los bandos en discordia no se decanten jamás en Venezuela por una tregua, seguida de un pacto de buena fe en torno a un programa mínimo de reformas, ejecutables en un plazo aceptable para todos, a ver si en el camino, entre mulas y arrieros, se enderezan las cargas.
¡No!; la solución venezolana por excelencia (que al cabo resulta no ser en absoluto una solución) está en hallar una cruza entre el pararrayos y el chivo expiatorio, criatura que mi modesta politología caribeña ha llamado “el pendejo transitorio”. La subespecie prevaleciente es la del papanatas designado para cuidar el “coroto”.
Venezolanos y colombianos compartimos esa voz —“coroto”—, que nombra indistintamente tanto los objetos de uso personal como los enseres, mobiliario y hasta la decoración de una casa. En mi país, “coroto” nombra también la silla presidencial. Misión típica del pendejo transitorio de primera especie es mantener tibiecito el coroto bajo sus posaderas hasta que el jefe regrese por ejemplo, de un postoperatorio en Cuba.
Este tipo de subpendejo, sin embargo, puede defraudar la confianza de quien lo designa. El dictador Antonio Guzmán Blanco (1809-1899), se aficionó a gobernar telegráficamente desde el París del Segundo Imperio, para lo cual se servía de un cable submarino tendido entre Marsella y el pintoresco puerto oriental de Carúpano. Aunque se preciaba de buen juicio al escoger sus pendejos, Guzmán fue desconocido arteramente, ¡y más de una vez!, por pendejos que se alzaban con el coroto y lo forzaban a dejar las delicias del París de Napoleón III y venir a poner orden en el fandango. La cosa siempre terminaba a tiros.
Otra variedad de pendejo transitorio es aquella que gesticula como si presidiese con soberanía y pulso firme una tortuosa pero ineludible transición entre bandos irreconciliables para evitar un inútil derramamiento de sangre. Una de las mejores novelas venezolanas escritas en lo que va de siglo, El pasajero de Truman, de Francisco Suniaga, narra la desventura del doctor Diógenes Escalante, embajador venezolano en Washington que terminó su carrera pública como “candidato unitario”, aprobado en 1945 tanto por la cúpula militar gobernante del General Medina Angarita como por el emergente partido socialdemócrata Acción Democrática. Un brote sicótico, diagnosticado la mismísima mañana en que Escalante habría de entrevistarse con el general Medina, lo incapacitó para siempre como pendejo transitorio y precipitó un sangriento golpe militar.
Quién sabe qué vería Hugo Chávez en Nicolás Maduro cuando lo designó sucesor y partió a hacerse destazar por oncólogos del G2 en La Habana. Quizá pensaba regresar a Miraflores al cabo de pocos meses y que era mejor dejar a Maduro y no a Diosdado Cabello cuidar del coroto. Si creyó que, por ser Maduro el más aplatanado de los suyos, su legado estaría a buen recaudo, se equivocó de medio a medio.
Maduro es, de lejos, el hombre indicado para decretar una amnistía general de presos políticos, dejar flotar el dólar, elevar el precio de la gasolina, ordenar una misión urgente ante el FMI, acordar condiciones para su exilio antes de renunciar y adelantar las elecciones presidenciales. Esto lo convertiría, en efecto, en un reverendísimo pendejo transitorio.
Pero Venezuela toda, tanto la chavista como la opositora, le estaría clamorosa y eternamente agradecida.
@IBSENMARTÍNEZ