Era el segundo país más rico de Latinoamérica en 1982, ahora es el cuarto más pobre y su descomunal crisis económica y política se agrava todos los días.
Por Germán Manga (@germanmanga) | Revista Semana
Aunque ya es tan grave y conmovedora que pareciera imposible que pudiera caer más, cada semana empeora la crisis económica y política que padece el “bravo pueblo” de Venezuela.
En sus últimas proyecciones el Fondo Monetario Internacional prevé una contracción de 8% y una inflación de 600% para la economía venezolana en 2016. The Economist anotó hace pocos días que la situación de la Venezuela actual se asemeja a la de Zimbabue hace 10 años, previa al desastre de una hiperinflación donde los precios se comenzaron a duplicar cada 24 horas. Venezuela, que en 1982 era el segundo país más rico de Latinoamérica, ahora es el cuarto más pobre, algo difícil de justificar en una potencia petrolera que entre 1999 y 2014 recibió US$960.589 millones de dólares.
Al tiempo con el naufragio de la economía se precipita el derrumbe de la política, las libertades individuales y las instituciones.
En vísperas de la navidad de 2015, cuando muchos venezolanos todavía celebraban que tras 17 años de hegemonía chavista la oposición hubiera ganado abrumadoramente las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre, el oficialismo, aún en control de la mayoría de esa corporación, adelantó sorpresiva y rápidamente la elección de 13 magistrados y 21 suplentes del Tribunal Supremo de Justicia, máximo tribunal de Venezuela. El hecho fue cuestionado de inmediato por la oposición por ilegal – por mandato constitucional la elección toma al menos 12 días y cuatro sesiones – y Diosdado Cabello, entonces presidente de la Asamblea, la evacuó en dos días con dos sesiones por día, realizadas con apenas una hora de diferencia, entre otras irregularidades.
Burdo y atrabiliario el procedimiento terminó de todas maneras en la elección de los nuevos magistrados y en la entrega a Nicolás Maduro de un Tribunal Supremo de Justicia de bolsillo, que se ha encargado eficazmente de obstaculizar, boicotear y detener las decisiones de la nueva Asamblea Legislativa, que pudieran afectar la estabilidad del régimen. Para socavar las nuevas mayorías suspendieron la elección de seis diputados de la oposición. Y declararon inconstitucionales, la reforma a la Ley del Banco Central y el rechazo del legislativo a la Emergencia Económica que presentara Maduro a la Asamblea.
Esta semana, como era previsible, llevaron la tensión a los extremos y declararon inconstitucional la Ley de Amnistía y Reconciliación Nacional, compromiso fundamental de la oposición con sus electores para liberar a Leopoldo López y a otros 77 presos políticos del chavismo.
No es insólita ni sorprendente esta otra trampa a la democracia con la cual Maduro y su camarilla aportan un nuevo hito a su historial de atropellos y arbitrariedades. Pero sí es burda y además riesgosa por el momento en el que se produce, cuando los venezolanos, exasperados por la inflación más alta del mundo (180% en 2015), escalofriantes niveles de inseguridad, desabastecimiento de alimentos y medicinas, padecen también graves racionamientos de agua y de electricidad. El país enfrenta además un gravísimo problema de deuda externa y de falta de divisas.
El pasado mes de febrero el gobierno devaluó el bolívar, ajustó el control de cambios y dispuso un alza del precio de la gasolina en dimensiones muy lejanas del drástico ajuste que se necesitaría para poner la economía en orden y para buscar la ayuda financiera de la comunidad internacional. Maduro prefiere los disparates. Para estimular el ahorro de energía decretó que a partir de este mes en Venezuela serán festivos los días viernes y pidió a las mujeres moderar el uso de secadores de pelo, planchas y otros artefactos eléctricos, insólita provocación a millones de venezolanos que están desesperados con la mala situación. Para completar, con la casa en llamas en materia política por una oposición a la que ha ofendido, ultrajado y vejado de todas las formas posibles y que ahora cierra filas para exigir su destitución, pretende atender esta parte de la crisis con una inane “Comisión de la Verdad” inspirada por su alfil en Unasur Ernesto Samper Pizano.
El elemento que aporta la cuota que faltaría para el desastre total es que ni la inminencia del colapso económico ni la degradación de los atropellos institucionales, logran romper la indiferencia, el silencio y la falta de acción que ha mantenido la comunidad internacional frente a la tragedia de los venezolanos. Luis Almagro desde la OEA intenta algunas acciones, con un elevado riesgo personal porque no cuenta con el respaldo de su Asamblea. La Argentina de Macri es el único país de la región que se comienza a oponer abiertamente a los oprobios del chavismo. Colombia, víctima directa de tantos atropellos y desatinos de Maduro sigue amordazada por las Farc y ahora también por el Eln, eficaces ellos si en defender al gobierno que les sirve de santuario.
Nada autoriza el menor optimismo en esta Venezuela en barrena y solitaria al mando de alguien de tan escasas cualidades y precaria formación como Nicolás Maduro y en manos de una camarilla de incompetentes sin escrúpulos, algunos cuestionados por violaciones de derechos humanos, corrupción y narcotráfico, sumida en una crisis tan integral y tan profunda que revalida asombrosamente cierto párrafo de la Carta de Jamaica del libertador Simón Bolívar: “…en cuanto a la heroica y desdichada Venezuela, sus acontecimientos han sido tan rápidos, y sus devastaciones tales, que casi la han reducido a una absoluta indigencia y a una soledad espantosa, no obstante que era uno de los más bellos países de cuantos hacían el orgullo de la América. Sus tiranos gobiernan un desierto; y sólo oprimen a tristes restos que, escapados de la muerte, alimentan una precaria existencia…”