Hamsa es menuda y despierta. Tiene apenas 16 años y la mirada extraviada, como si parte de ella se hallara lejos del cobertizo donde vive desde que hace unos meses lograra escapar de sus verdugos, las huestes del autodenominado Estado Islámico (IS, según sus siglas en inglés).
Durante su cautiverio, jalonado de continuos viajes a ambos lados de la frontera desvanecida de Siria e Irak, fue vendida sin descanso. Quienes le arrebataron la libertad y comerciaron con ella la violaron una y otra vez. “Primero nos separaron en grupos de mujeres y hombres. A las jóvenes y las niñas nos llevaron a Mosul, donde permanecimos un solo día. Luego nos enviaron a Siria”, relata la adolescente.
En Raqqa, la capital del califato, Hamsa fue confinada en una estancia estrecha y oscura junto a decenas de muchachas de la minoría yazidí, una fe vinculada al zoroastrismo que los yihadistas consideran “una adoración del diablo”. Su primer comprador llegó mes y medio después de haber sido capturada en el monte Sinyar, en el norte de Irak.
“Era -recuerda- un chico egipcio. Me dijo que no tuviera miedo y que me trataría como a su hermana. Viajamos juntos a Mosul pero me terminó devolviendo a Raqqa. En cuanto regresé allí, me compró otro hombre. Era grande y me asusté. De camino a su casa me dijo que vivía solo. Durante la siguiente noche me obligó a hacer cosas malas. Grité y lloré. Cuando le dejé claro que jamás me casaría porque nunca me convertiría al islam me vendió a otro militante sirio como él”.