Chávez tenía liderazgo. Era un bravucón, pero sabía retroceder cuando no tenía opción. El 4-F de 1992 se rindió; el 11-A de 2002 renunció; en 2007 aceptó la derrota en el referéndum constitucional y así en otras oportunidades. Luego, cuando recuperaba fuerzas arremetía con todo, sin importar nada. El hombre del crucifijo del 13 de abril a partir de allí arrasó con PDVSA, las FFAA, el TSJ y el BCV. De 2008 en adelante impuso su reforma constitucional a los porrazos. En 2005 –cuando las fuerzas democráticas se abstuvieron- hizo lo que le dio la gana con la Asamblea; en 2010 –cuando las fuerzas democráticas participaron y obtuvieron un buen trozo- hizo lo que le dio la gana con la Asamblea. Retrocedía para avanzar, pero sabía retroceder. Maduro, en cambio, no tiene idea de la táctica política y así se encamina a un paroxismo represivo sin precedentes.
Maduro no puede negociar. Cualquier amago en esa dirección no es más que artimaña y emboscada. No lo dejan sus pares. No lo deja su rusticidad ideológica. No lo deja su visión plana del poder. Negociar es ceder algo para conservar algo. Sus amigos, chantajistas cercanos, y la cáfila de aprovechadores, no lo dejan. Cree que se traiciona, sin advertir que sólo se traiciona quien cree de verdad en algo.
La libertad de los presos políticos y el regreso de los exiliados, el cese de la represión, la renuncia o el referéndum revocatorio, un gobierno de transición acordado entre el gobierno y la oposición, serían del tipo de medidas para un aterrizaje menos calamitoso que el que se anuncia. Sin embargo, nada de esto se muestra probable. Maduro ve el iceberg y acelera en su dirección. Retroceder para él no es un movimiento táctico sino traición. Así lo obligan los que se piensan causahabientes de la hecatombe.
Esa visión ha conducido a los ejercicios de guerra. Los militares estudian la guerra y una de sus principales destrezas –cuando son diestros- es saber evitarla. No es de dudar que algunos, tan envenenados como Maduro y su horda, se lancen al mar para suicidarse como ciertas ratas nórdicas; pero, es presumible que los reflejos institucionales que todavía quedan no lo permitirán. Lo preocupante es que centenas o miles de civiles armados en la jarana dizque revolucionaria, producto de las múltiples resacas de la izquierda cien veces derrotada, se apresten a un jaleo armado de impredecibles aunque inevitablemente sangrientas consecuencias.
La locura hay que pararla a tiempo. Maduro no lo puede hacer porque es ingrediente esencial de ésta. Entonces hay que parar a Maduro.