La rabieta del gobierno de Venezuela frente a la decisión del Secretario General de la OEA de iniciar el procedimiento para la aplicación de la Carta Democrática Interamericana es perfectamente comprensible. Para un régimen habituado a comportarse como la potencia imperialista petrolera del Caribe, y acostumbrado a imponer su voluntad en el seno de la organización, merced a una red de lazos políticos y financieros pagados con el petróleo venezolano, lo que ocurrió en la maratónica reunión del Consejo Permanente de hace unos días ha venido como una demostración adicional de que la comunidad internacional ya no acepta con tranquilidad la verborrea amenazante del gobierno. Mucho más importante para la causa de la democracia y la libertad en Venezuela, es el hecho de que esa misma comunidad internacional está terminando por comprender que el chavismo ha perdido el favor popular y que en la práctica lo que pretende el gobierno de Venezuela es, nada más y nada menos, que usurpar la soberanía nacional que en definitiva reside en el pueblo.
El ejercicio de usurpación de la soberanía popular, aunque en ninguna parte se le llama por ese nombre, está detallado ampliamente en el documento de 132 páginas del Secretario General. Sus rasgos más importantes son el desconocimiento de la separación de poderes, el uso descarado y abusivo de las instituciones civiles y militares para avanzar un proyecto político y para controlar y la población, y, de manera muy conspicua, el desconocimiento de la voluntad popular que se expresó en las elecciones de la Asamblea Nacional. Todo esto se traduce en una verdad lapidaria y que nuestra gente haría bien en entender a cabalidad: La justificación de las acciones de los así llamados revolucionarios chavistas, no está en la defensa de la Constitución sino en el avance y defensa de su revolución. En otras palabras, mientras se pueda jugar el juego revolucionario en el marco constitucional se lo hace, pero cuando este marco constitucional se convierte en una camisa de fuerza entonces es tiempo de desobedecerla. Es esta conducta violatoria de los acuerdos básicos de convivencia de una nación lo que convierte al chavismo en una suerte de virus de la democracia. Muta y se protege de acuerdo a sus conveniencias, no de acuerdo a ningún ordenamiento jurídico. Y lo peor es que en el ejercicio de esta conducta perversa, negadora de la voluntad popular que dice defender, los revolucionarios se consideran ética y moralmente justificados en que supuestamente defienden un objetivo superior. Por eso la pataleta histórica de los jerarcas de la oligarquía chavista.
La Constitución aprobada por la Asamblea Constituyente en los inicios de la era chavista, y que fue saludada en su momento como “la mejor Constitución del mundo” se le ha convertido en una dolorosa camisa de fuerza al desenfreno revolucionario. Les recuerda la magnitud del engaño y al mismo tiempo todavía los obliga a mantener apariencias cada vez más insostenibles. La de mayor entidad para la crisis que vive la nación, es la aparente decisión de la oligarquía chavista de no someterse más a ninguna elección que puedan perder. Esto incluye por supuesto las diferentes instancias de la carrera de obstáculos en que el CNE ha convertido la realización del Referendo Revocatorio, las elecciones de gobernadores y, en definitiva, cualquier consulta popular que termine por evidenciar que el chavismo es una minoría. Importante si, pero minoría.
Como ya no puede seguir disfrazando ni la dimensión de la crisis humanitaria que consume a Venezuela, ni su conducta de usurpación de la soberanía popular el gobierno recurre a la patraña del “injerencismo” un neologismo astuto y patético que presuntamente tiene sus orígenes en el principio de autodeterminación de los pueblos. Nada se dice acerca de que ese principio se avanzó para defender precisamente el ejercicio de soberanía popular que hoy el chavismo pretende secuestrar. Ni tampoco sobre el hecho de que en situaciones de confiscación de los derechos humanos y de crisis humanitaria, como ocurre en Venezuela, no se le puede pedir a la comunidad internacional que se abstenga de opinar e intervenir.
El gobierno venezolano pretende no solamente desconocer el derecho que le asiste a nuestro pueblo, garantizado por la Constitución que construyó el propio Comandante Chávez, fundador del movimiento político que lo sustenta, de resolver una crisis política mediante la consulta a la voluntad popular implícita en el RR, sino que además intenta ponerle un bozal a los organismos de la comunidad internacional para que esta no se pronuncie sobre la crisis venezolana. Es decir, ni la mayoría de los venezolanos, que tendrían derecho a hacerlo, ni los países del mundo pueden oponerse a las tropelías de los gobernantes chavistas. A unos el gobierno venezolano los trata de traidores y golpistas y a los otros de “injerencistas”. La magnitud de este despropósito indica claramente la desesperación y la ausencia absoluta de referentes éticos que inspira a la oligarquía chavista.
Como lo han indicado algunos voceros de la oposición, el episodio de la OEA ha sido una derrota internacional muy importante para el gobierno venezolano. Durante doce horas el embajador de Venezuela y un grupo reducido de representante de otros países intentaron ocultar lo que ya está a la vista del mundo: la crisis de Venezuela es real, es el resultado de la imposición de un modelo económico y social primitivo y extremadamente corrupto y, lo que es peor, la revolución apareció desnuda en su esencia: una aventura fracasada que ahora solamente pretende mantenerse apegada a los despojos del poder aún a costa de la miseria de su propio pueblo.
La enseñanza de esto es muy clara para la oposición democrática. Parece indispensable mantenerse actuando en el triángulo dorado que se compone de tres elementos: la presión de calle, la acción de la AN y la movilización de la comunidad internacional. Todavía el juego del RR está trancado y seguirá así hasta que se produzca una fractura interna importante en el chavismo que la oposición democrática debe terminar por acelerar. Mientras tanto el gobierno seguirá jugando el juego de la confrontación total porque están obligados a hacerlo o se arriesgan a que el poder se les escape entre las manos. Un juego muy difícil y riesgoso que el gobierno adelanta a expensas del bienestar del pueblo y del país y que tiene mil maneras de terminar mal, pero que también puede conducir a catalizar, paradójicamente, un desenlace pacífico y democrático a la crisis que agobia a la nación.
Vladimiro Mujica