Y aunque pueden tildarse de amarillismo semejantes comparaciones de la realidad venezolana con las prácticas nacionalsocialistas o con las soviéticas, la verdad es que al estadio al que ha llegado la crisis de la nación bien permiten estas aseveraciones, advirtiéndose el cambio de métodos, de ideologías (aunque el chavismo no la tenga), de actores y de víctimas. Las cifras y los resultados y más aún la propia cotidianidad lo comprueban.
La sociedad venezolana está secuestrada por una banda de delincuentes que usurpan el poder y se aferran a él pese al alto costo humano que se está pagando. El terrorismo es eso que se practica desde Miraflores. No existen políticas públicas, existen crímenes de guerra y lesa humanidad. No hay tal revolución, hay sí una orgía ideológica de mafiosos.
Entonces la inexistencia de un Estado fuerte, promotor del Derecho y la Justicia Social, de naturaleza democrática, nos atrapa en el secuestro antes mencionado porque anula casi que de forma absoluta la posibilidad de una salida pacífica y constitucional. Esto no es una terca afirmación ni el eco de un sector radicalizado de la oposición. Es más bien lo que la realidad está imponiendo con el pasar de los días, días que suman un semestre, mismo lapso de tiempo que fue sentenciado a principios de este año como el plazo para la salida de esta tragedia y que por omisión, colaboracionismo o por la evidente crisis de liderazgo no resultó ser sino una espera frustrada.
A modo de salvavidas han surgido opciones que ya todos conocemos y que en su mayoría han sido obstaculizadas por el tribunal supremo y el consejo nacional electoral. La más novedosa tetra es el diálogo que promueven los mediadores de Santo Domingo, Zapatero, Fernández y Torrijos, los cuales no pueden ser los garantes de un eventual diálogo, como tampoco lo es ni podrá serlo el nefasto señor Samper con ese club que llaman UNASUR. Ellos sólo han sido esponjas que absorben la propaganda oficial y las migajas que restan del erario público sin rechistar e ignorando la catástrofe social que tiene Venezuela. Ese peligroso juego del diálogo no puede sino alertar que todo puede ir para peor, es decir que Maduro sobreviva al 2016 en Miraflores mientras afuera todo empeora.
Nadie ni nada tiene a estas alturas el derecho de seguir resignando a Venezuela al hambre, a la frustración, al odio. El problema es humanitario y su solución es la salida de Maduro, sin condiciones y de forma inmediata. Para ello es necesario encontrar caminos realmente eficaces a través de una auténtica coalición nacional de todos los sectores, el problema en el que estamos metidos es tan grande que no basta que sólo los partidos luchen. Es el momento de abrirnos sin mezquindades políticas ni actores infalibles que se arroguen el derecho exclusivo de saber lo que se debe hacer. Si queremos superar esta amarga lección y construir un nuevo futuro, debemos concurrir ya a una lucha sin retorno, pacífica y con todos.
Es urgente impulsar una transición democrática desde la calle. El hambre y la rabia no pueden ganarnos la carrera. Quienes han fracasado deben rendirse sin condiciones para que otros inicien la apremiante tarea de la reconstrucción nacional. La salida menos costosa es la movilización nacional de todos los sectores, la libertad inmediata de los presos políticos, el retorno de los exiliados y una canal de ayuda internacional que aligere el peso mortal de la crisis de desabastecimiento de comida y medicamentos.
No es el momento de improvisar ello sería conducirnos a más desesperación y violencia. Esta crisis que es la prueba de fuego a los dirigentes opositores que tarde o temprano serán un nuevo gobierno, es también la más grande prueba a la paciencia y nobleza del pueblo venezolano. La diferencia es que los dirigentes son individuos que pueden contener sus emociones personales, el pueblo en su euforia, con hambre, pesimismo y desespero es y siempre será una delgada frontera entre la paz y la violencia.
Los venezolanos hoy están sometidos a la espera del fantasma de la violencia, no sabemos ni cuándo llegará ni cómo se irá. Somos un país tan frágil y en pleno proceso de desintegración hacia la anarquía como si estuviésemos siendo diluidos en ácido. Es eso lo que debemos tener en cuenta porque aunque no desapareceremos como territorio, podemos perder lo más sagrado: la vida y la paz. El tiempo se acaba y estamos obligados a tomar en nuestras manos la decisión final para superar la encrucijada.
Robert Gilles Redondo