Además de ello, no sólo Gran Bretaña sino otros pueblos europeos ven con mucho recelo las consecuencias de la que, a corto plazo, parecería una irreversible crisis migratoria proveniente del éxodo de la población siria, afgana e iraquí, entre otros, que huyen de la locura desatada por los grupos islamistas fundamentalistas, de la persecución política y de la pobreza.
El constante ascenso de los partidos más radicales en países como Austria, Francia, Holanda, Suiza, Dinamarca, Finlandia o Suecia y sus reclamos a una propia identidad de sus pueblos y su creciente oposición a la total integración europea y a la Unión Europea, nos deja ver que la “eurofobia” viene instalándose en el colectivo de los ciudadanos que objeta indiscutibles esferas de soberanía en cada uno de los Estados miembros. El recelo y la confrontación ya no son sólo con los no comunitarios sino, también, entre las identidades de los mismos países que integran la Unión Europea.
El ideal de una Europa totalmente unificada parece, ahora, más riesgosa de lo que era antes y los grupos políticos menos moderados vienen explotando la exaltación de la identidad cultural y la pertenencia a un determinado grupo social como criterio para diferenciarse de otros colectivos y de otros pueblos.
La cuestión no es menor pues la efervescencia para mantener la identidad cultural de cada una de las naciones que integran la Unión Europea parece predominar sobre las bondades de contar con mercados financieros más integrados, legislaciones estandarizadas, tribunales y parlamentos comunes. La certidumbre de un Estados Unidos de Europa se ve amenazada cada vez más y pareciera que los líderes británicos no tendrían desarrollado algún otro plan convincente que el de ser eventualmente castigados financieramente por su deserción.