El centro de Niza hierve en la mañana más triste de la ciudad mediterránea francesa, horas después de la masacre que ensangrentó su paseo más famoso y de que se vivieran sus horas más trágicas.
La vida vuelve a apoderarse de la ciudad porque, como asegura la dependienta Annie Piveteau, “si dejamos de vivir es que nos han ganado”.
Está colgada de la radio y del teléfono tras el mostrador de su tienda de souvenirs, a apenas unos pasos donde la policía científica francesa investiga, al abrigo de las miradas de los curiosos, los restos del atentado que anoche se cobró la vida de al menos 84 personas.
“Toda mi familia está bien, pero una prima mía estaba en el paseo de los Ingleses anoche con su hijo. No quiere salir de casa”, afirma antes de que un llanto apague su voz.
La mañana, dice, está siendo normal en cuanto a las ventas. “La clientela es sobre todo de turistas extranjeros, que parece que no se han enterado mucho de lo que pasa. Acaban de irse dos estadounidenses. Supongo que están acostumbrados a este tipo de cosas desde el 11-S”, indica.
Su teléfono no para de recibir mensajes. “Todo el mundo está preocupado por nosotros. Afortunadamente mi hijo de 9 años pasa unos días con sus abuelos. Si no, es seguro que hubiéramos salido a ver los fuegos artificiales”, relata.
Su compañera Jessica no ha tenido fuerzas para acudir esta mañana al trabajo. Era ella quien tenía abierta la tienda “Eddy” anoche, cuando un camión se lanzó por un paseo abarrotado de gente y provocó la masacre que de nuevo mantiene en vilo a Francia, ocho meses después de los atentados que costaron la vida a 130 personas en París y Saint Denis.
“La tienda se llenó de gente, fue una invasión, según me ha contado”, asegura Annie.
A su lado, el café “Le Mediterranée” también fue invadido. “Subieron al piso de arriba. Había familias con hijos, no querían salir. Estaban asustados. Incluso había un policía de paisano que se negaba a bajar”, narra Jackie Chibois, que lo regenta desde hace 45 años.
“Yo no tenía miedo. Viví la independencia de Argelia, estoy acostumbrada a estas cosas”, agrega mientras sirve cafés en un ambiente silencioso.
Muchos cliente habituales no han venido, pero los turistas siguen pasando. “Imagino que tras la locura de anoche, la gente prefiere no acercarse al centro”, señala.
Ella no abandonó el mostrador de su bar. “Era una locura, la gente corriendo por las calles. Yo no soporto las avalanchas, me quedé dentro”, dice.
Lejos del paseo marítimo, la ciudad vive una calma sorprendente. Los turistas mantienen el ritmo habitual y la ciudad hierve, como siempre en julio, sobre todo en unas fechas tan señalada como estas en las que la fiesta nacional ha dejado un puente soleado.
Niza, que vive volcada en su paseo de los Ingleses, orgullo de la ciudad, parece haber dado la espalda a su playa. Las fuerzas del orden han acordonado la zona, oculta tras una lona blanca.
Pierre vende diarios en una calle del interior. “El ‘Nice Matin’ se ha agotado”, afirma, al señalar a un cartel en el que aparece la portada del principal diario de la ciudad con el titular “Masacre en Niza” sobre una foto en la que los cadáveres se extienden por el suelo.
Las terrazas se llenan de gente a medida que avanza la mañana. La vida inunda la ciudad que retiene las lágrimas. EFE