El cura francés Jacques Hamel, de 86 años, que fue degollado el martes por dos yihadistas en el altar de su iglesia, era un hombre bondadoso, que quería trabajar hasta el final de sus días.
“Era un hombre bueno”, opinan todos los que conocieron a este cura de la iglesia Saint-Etienne-du-Rouvray, una pequeña localidad del noroeste de Francia.
Nacido en 1930 en Darnétal, una pequeña localidad cerca de Rouen (noroeste), el padre Hamel celebró en 2008 su jubileo de oro por sus 50 años de sacerdocio y se negaba a jubilarse.
Este hombre pequeño, de rostro delgado y ojos penetrantes, era cura auxiliar de la iglesia Saint-Etienne-du-Rouvray. Su dinamismo y su trabajo en apoyo al padre congoleño Auguste Moanda Phati, el cura de la parroquia, era más que bienvenida en un país que sufre, como muchos otros, de un problema de escasez de sacerdotes.
En su parroquia, participaba sobre todo en el diálogo interreligioso. El mes pasado, escribió un mensaje en la publicación de la parroquia en la que evocó los conflictos mundiales.
“En estos momentos, debemos escuchar la invitación de Dios y cuidar nuestro mundo, hacer de este lugar en el que vivimos un mundo más caluroso, más humano, más fraternal”, había escrito.
Danielle, una monja presente en la iglesia en el momento del ataque, dijo que el padre Hamel, vestido con un hábito blanco, “intentó defenderse” cuando los yihadistas pasaron al acto y lo acuchillaron en el cuello y en el tórax.
– Amigo de un imán –
Mohamed Karabila, presidente regional del Consejo de culto musulmán y de la mezquita de Saint-Étienne-du-Rouvray, dijo que el padre Hamel era un “amigo”, un hombre que “dedicó su vida a los demás”.
“Hacíamos parte de un comité interreligioso desde hace 18 años. Hablábamos de religión y de aprender a vivir juntos”, explicó este imán.
Muchos de los cerca de 30.000 habitantes de Saint-Étienne-du-Rouvray, conocían al padre Hamel, quien oficiaba bautizos, comuniones, matrimonios y entierros.
Recibía a los feligreses en el presbiterio, una casa de dos pisos cerca del ayuntamiento, con un patio interno y un cobertizo para albergar su viejo Renault 19 que aún conducía.
“Fue allí donde hice mi catecismo y mi preparación al matrimonio”, cuenta Arnaud Paris, de 44 años, oriundo de la ciudad. “También se ocupó de la educación religiosa de mis dos hijas hasta su comunión hace tres años”.
“Era muy bueno aunque podía ser severo, no había que contradecirlo”.
Más allá de su rol religioso, era para muchos un confidente, amigo en los días buenos y en los malos.
“Iba a verlo seguido. Me ayudó durante mi quimioterapia y después de haber perdido a mi marido”, dijo Martine B., otra habitante, que pidió conservar el anonimato.
En su diócesis, entre sus pares, el padre Hamel era también muy apreciado.
“Era un hombre apasionado por lo que hacía. Sorprendía a todo el mundo por su dinamismo”, dijo el vicario general de la diócesis, Philippe Maheut. Para Alexandre Joly, un joven sacerdote de una ciudad vecina, el padre Hamel era simplemente “un hombre bueno”.
AFP