El mundo indígena, autóctono, sin verdaderamente serlo (de origen asiático) fue ignorado, anulado de manera violenta y evangelizado entre la prédica y la espada.
En tiempos de utopías, fuimos sucesivamente la Atlántida sumergida, la extraviada Última Thule y para el comercio fuimos Asia y las Indias Occidentales, hasta que un cartógrafo desorientado nos dió, sin saberlo, nombre y destino: América, las tierras de Américus, por Amerigo Vespucci.
Tres siglos de violencia conquistadora y colonizadora nos dieron un rostro de identidad mestiza, alma de criollo que todavía hoy se trata de definir. En el norte se asumieron como una prolongación, una tierra prometida y un pueblo elegido, en el sur, de tanto pensarnos en clave de futuro dejamos de asumir presente y pasado, y el futuro es nuestro tiempo mítico por excelencia.
Mientras se forjaba el mundo moderno con su Ilustración, enciclopedistas e iluminados, e igualmente nacía el mundo industrial de las llamadas revoluciones burguesas, en estas tierras creímos independizarnos sin dejar de ser colonias, simplemente se cambió de amo y metrópoli.
Doscientos años después, se sigue hablando de Independencia, una presunta segunda independencia y empezando el siglo XXI seguimos insistiendo en la idea anacrónica de otra independencia, mientras que a nivel material y espiritual seguimos cultivando dependencias y subordinaciones.
A falta de futuro, quizás por pensar que nunca habíamos salido de él, cultivamos la ilusión cada tanto tiempo de los “héroes y las tumbas”, como si la vida pudiera ser garantizada desde la muerte.
Las élites se pretendían ilustradas sin serlo, mientras a las mayorías se les abandonaba en sus carencias materiales, ignorancias y supersticiones y se les predicaba la ideología milenarista de que algún día el héroe renacido reencarnado volvería a liberarlos.
En pleno siglo XXI, todavía nuestras ideas, creencias e ideologías, sirven más para mantenernos en el pasado que garantizarnos un futuro en clave de una modernidad en pleno desarrollo.
Ángel Lombardi
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