Y es que, creo, es el primer dictador marxista en alcanzar tan avanzada edad, más de la mitad de la misma se gastó en ejercer el más férreo y violento control sobre pueblo alguno en la historia.
Un dictador, entonces, de los de antes, de los de las repúblicas bananeras y los militares bárbaros y rurales, ayudado por las nuevas tecnologías de la salud, el perfeccionamiento corporal y la buena vida, porque de todo puede privarse un dictador, menos de regalarse lo último en sabores, delicateses y excentricidades.
Y, pienso yo, que eso también subyace en el jolgorio de 80 invitados que se llevó Maduro a La Habana a pasarse una semana homenajeando a un ícono del terror y la ambición sin límites, del que inventó la fórmula de “gobernar durante el mayor tiempo y la mayor cantidad de poder posibles”, y que, a lo mejor, no se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor, porque puede que la muerte se olvide de retirar algunos poderosos de los escenarios, pero la biología no.
Pero nada que detuviera a Maduro en tirar por la ventana 400.000 dólares que no le pertenecen, que son del patrimonio intrínseco de 28 millones de venezolanos que hoy hacen colas enormes para procurarse comida, medicinas y seguridad personal que depende de bandas de delincuentes que se han adueñado de sus vidas como bestias feroces, mientras Maduro y sus 80 acompañantes cantaban en La Habana: “Cumpleaños feliz”.
Pero “Cumpleaños feliz” a una momia, a un eclipse, a un crepúsculo, a una agonía, y quizá no tanto de los restos del hombre que no atinaba a comprender lo que le sucedía, sino del modelo político y económico que encarnó, el socialismo, que se lleva a la tumba como una abominación que destruyó a Cuba y amenaza con repetirlo en Venezuela.
Sería en lo que podría soñar Maduro, sino fuera porque los venezolanos lo andan persiguiendo con un Referendo Revocatorio.