Toda revolución tiene su mitología. La mitología de la Revolución Rusa se ha construido sobre tres grandes caracteres: Trotski, el Bueno; Stalin, el Malo; y Lenin, el Feo.
Los tres son falsos y en nada permiten entender la verdadera dinámica que llevó a la creación del primer Estado totalitario. Pero también es falsa la idea misma del drama en que participaron: la llamada Revolución de Octubre nunca ocurrió.
La noche del 24 al 25 de octubre (según el calendario juliano vigente entonces en Rusia) de 1917, las tropas de asalto de la guardia roja bolchevique tomaron el poder en las principales ciudades de Rusia. Se llevaba así a los hechos la voluntad de Lenin, que desde septiembre de ese año venía planteando la necesidad de dar un golpe de Estado aprovechando el caos reinante. Su argumento era tajante: si 130.000 terratenientes habían podido gobernar a 150 millones de personas en tiempos del zarismo, bien podrían hacer lo propio 240.000 comunistas disciplinados, armados y decididos a todo.
La noche del 25 de octubre se pone al Congreso de los Sóviets de Obreros y Soldados ante el hecho consumado de la toma del poder, ante lo cual la mayoría pro bolchevique nombra un gobierno provisional encabezado por Lenin para dirigir a Rusia hasta que se convoque a una Asamblea Constituyente. Lo que vino a continuación nada tuvo que ver con la revolución democrático-popular que se venía desarrollando desde febrero de 1917, sino que fue su opuesto radical: una contrarrevolución antidemocrática y antipopular destinada a imponer el dominio de una minoría sin escrúpulos sobre la mayoría del pueblo ruso.
Las medidas tomadas por los nuevos gobernantes lo dicen todo: ya el 27 de octubre de 1917 se reinstaura la censura; el 7 de diciembre se crea la Checa, es decir, la temible policía política del nuevo régimen que pronto llegaría a tener 250.000 efectivos; el 6 de enero de 1918 se disuelve la Asamblea Constituyente, democráticamente elegida y en la cual los bolcheviques estaban en minoría; el 14 de enero se destinan destacamentos armados para efectuar requisas de alimentos en el campo bajo la orden de Lenin de “adoptar las medidas revolucionarias más extremas”; en abril, Lenin llama a ejercer abiertamente la dictadura “férrea” e “implacable” e iniciar, sin mediar ningún levantamiento significativo contra el nuevo régimen, la guerra civil contra toda oposición. Sus palabras son meridianamente claras: “Toda gran revolución, especialmente una revolución socialista, es inconcebible sin guerra interior, es decir, sin guerra civil.”
Eran los inicios de un largo proceso contrarrevolucionario que se prolongaría hasta los años 30, cuando se doblega definitivamente a los campesinos rusos mediante acciones militares francamente genocidas a la vez que se afianza el gulag, es decir, el enorme sistema soviético de campos de concentración, trabajo forzado y exterminio. En total, unos 20 millones de personas perdieron la vida a causa de la represión y las hambrunas. Nada quedó en pie de lo conquistado por el pueblo ruso en el periodo revolucionario que se inicia en febrero de 1917 y se cierra en octubre de ese mismo año.
En suma, la Revolución de Octubre nunca existió. Lo que sí existió fue un golpe de Estado contrarrevolucionario, del cual emergió el primer y más acabado régimen totalitario que se haya conocido.
Trotski o el Bueno
Lev Davídovich Bronstein, alias Trotski, nacido en Ucrania en 1879 y asesinado en México en 1940 por el comunista catalán Ramón Mercader cumpliendo una orden de Stalin, ha pasado a la posteridad como un luchador idealista, opuesto a los excesos de Stalin y muerto por defender la verdadera revolución de Lenin contra la feroz dictadura de una nueva clase.
Intelectual fascinante, orador notable y gran escritor, fue la atractiva antítesis del burdo Stalin y su estrella seguirá brillando con el tiempo, con esos destellos encandiladores que emanan de tantos otros mártires-asesinos. Recientemente, la gran novela de Leonardo Padura, El hombre que amaba a los perros, lo ha hecho muy presente para un amplio público.
Se supone que el Bueno, luchador, soñador, profeta y mártir fue bueno, es decir, humano, generoso, opuesto al uso de una violencia excesiva, amigo del pueblo, etc. Veamos por ello cómo hablaba el Bueno poco antes de tomar el poder predicando el uso sistemático de la guillotina:
“Os digo que las cabezas tienen que rodar y la sangre tiene que correr […] La fuerza de la Revolución Francesa estaba en la máquina que rebajaba en una cabeza la altura de los enemigos del pueblo. Era una máquina estupenda. Debemos tener una en cada ciudad.”
Este Bueno comandó, como comisario de Defensa y jefe del Ejército Rojo, el terror masivo durante la Guerra Civil. El 17 de agosto de 1918 envió el siguiente telegrama secreto a Lenin, en el que se opone a la presencia de la Cruz Roja en las zonas de combate y que refleja plenamente los métodos usados por los ejércitos al mando del Bueno:
“Los pilotos de aviones y los artilleros han recibido órdenes de bombardear e incendiar los distritos burgueses de Kazán, y luego de Simbirsk y Samara. En estas condiciones, la caravana de la Cruz Roja resulta inapropiada.”
En marzo de 1921, Trotski enfrenta con el terror la rebelión contra el poder comunista del sóviet revolucionario de Kronstadt, la gran base naval a las afueras de San Petersburgo que había sido uno de los grandes apoyos de los bolcheviques en 1917. Redacta entonces un ultimátum y ordena las acciones del Ejército Rojo, bajo el comando directo del futuro mariscal asesinado por Stalin Mijaíl Tujachevski. Una de las primeras medidas adoptadas fue la toma de las mujeres e hijos de los amotinados como rehenes, siguiendo una técnica ya anteriormente usada por Trotski. Y cuando el Ejército Rojo se lanza contra los marineros rebeldes se recurre a otra técnica ya establecida en el Ejército Rojo: ubicar destacamentos de la Checa en la retaguardia a fin de liquidar en el acto a todo soldado que retrocediese o no quisiese participar en la represión. La resistencia fue encarnizada y duró del 7 al 18 de marzo. Después de la caída de la base naval, cientos de prisioneros fueron masacrados y el resto fue deportado a campos de concentración de donde muy pocos volvieron.
Además, el bueno de Trotski no dudó un segundo en proponer la militarización del trabajo ni en defender la supuesta “dictadura del proletariado” contra el proletariado mismo. Así se expresó, por ejemplo, en el X Congreso del Partido Comunista:
“Ellos [la denominada oposición obrera] han lanzado consignas peligrosas. Han convertido en fetiche los principios democráticos. Han colocado por encima del partido el derecho de los obreros a elegir a sus representantes. Como si el partido no tuviese derecho a afirmar su dictadura, incluso si está en conflicto temporal con los humores cambiantes de la democracia obrera.”
Cuando se opuso a Stalin, el Bueno no lo hizo en nombre de la democracia, ni de la contención de la violencia dictatorial, ni para denunciar el terror del nuevo régimen. Todo lo contrario. Como dice su gran biógrafo de orientación trotskista Isaac Deutscher:
“Su acusación principal contra ellos [Stalin y sus partidarios] no era la de que actuasen con un espíritu jacobino, sino, por el contrario, la de trabajar para destruir ese espíritu […] Y él se identificaba a sí mismo y a sus partidarios con el grupo de Robespierre”.
Sin embargo, a los asesinos románticos se los perdona y mitifica, en especial si han muerto luchando por sus ideales. Lo que fascina de Trotsky y de tantos otros revolucionarios es su absoluta convicción de estar haciendo el bien, liberando a la humanidad de todo mal habido y por haber. Pero es justamente eso lo que los torna tan peligrosos: su finalidad deslumbrante los lleva a usar cualquier medio, a sacrificar masivamente a los seres humanos de carne y hueso para intentar redimir a la humanidad.
Stalin o el Malo
Al Malo, en cambio, nada se le perdona. Para salvar de todo pecado a Trotski, a Lenin, a Marx o al comunismo en general se cargan las tintas contra el Malo. Aunque no siempre fue así: hace unas décadas, el Malo era para muchos el más bueno entre los buenos. Por ello es que no fueron pocos los que a la muerte de Stalin pudieron decir, con las palabras de Rafael Alberti: “Que tu alma clara me ilumine en esta noche que te vas”. O los que se conmovieron profundamente con las estrofas de la Oda a Stalin de Pablo Neruda:
“Ser comunista es difícil.
Hay que aprender a serlo.
Ser hombres comunistas
es aún más difícil,
y hay que aprender de Stalin […] Stalin es el mediodía,
la madurez del hombre y de los pueblos.”
Incluso fueron innumerables los intelectuales y artistas “progresistas” que estuvieron dispuestos a alabar a Stalin a sabiendas del costo terrible de su dictadura. Tal vez no conocían la extensión exacta de la barbarie, pero eso no era lo importante. Imbuidos de la misma visión de la historia que inspiraba a Stalin, veían la violencia ejercida como un costo necesario de la obra de liberación de la humanidad que, según ellos, habría iniciado la Unión Soviética. Por ello pudieron decir con las palabras del Canto General de Neruda:
“Stalin alza, limpia, construye, fortifica,
preserva, mira, protege, alimenta,
pero también castiga. Y eso es cuanto quería deciros, camaradas: hace falta el castigo”
Luego vino la evidencia, abrumadora y terrible, desvelada en febrero de 1956 por los mismos comunistas soviéticos en el célebre XX Congreso del Partido. Y cuando no se pudo defender más lo indefendible, entonces sí, se le convirtió en el Malo. El chivo expiatorio. El Gran Perverso. Pero la verdad es que Stalin no era más perverso que Trotski o que Lenin. Todos ellos fueron profetas de un mismo ideal que lleva ínsito el afán genocida en su propósito de arrasarlo todo para cambiarlo todo, en su proyecto delirante de crear un hombre nuevo, el luminoso “hombre soviético”, para lo que se requiere la destrucción del hombre realmente existente.
Lenin o el Feo
Nos queda el Feo, Lenin, hombre sin atractivo alguno para quien no le sea devoto, máquina intelectual con una sola pasión: la revolución. Noble hereditario, tomó el camino de la revolución siendo muy joven, después del ajusticiamiento de su hermano mayor, Alexánder, en mayo 1987 por tratar de asesinar al zar. Sin embargo, esta figura tan gris ejerció una influencia demoledora sobre miles de personas y, con su accionar, cambiaría la historia de la humanidad.
Nadie como él fue capaz de crear una “red de agentes”, como él mismo decía, tan fanáticamente entregados a su causa. Y lo hizo no con el don de la palabra ni el carisma personal, como lo haría Hitler, sino con su devastador intelecto, plasmado en interminables escritos y, sobre todo, en su gran creación, el partido bolchevique, formado por revolucionarios profesionales absolutamente entregados a la causa. Esto fue lo esencial para Lenin, poder contar con “hombres-partido”, hombres que pierden su individualidad y llegan a ser, como bien lo expresaría Jan Valtin en su célebre autobiografía titulada La noche quedó atrás, “un pedazo del partido”, para los que no existe nada tan importante ni sagrado como “la orden de partido”, aunque sea de matar o traicionar.
Este ideal de organización, donde el individuo desaparece para amalgamarse en el colectivo perdiendo toda autonomía moral, es una realización plena y genuina del ideal comunista: se trata de aquel “individuo total” de que hablaba el joven Marx, sin intereses, derechos ni vida fuera del colectivo. Esto lo aprendió Lenin de sus grandes héroes, los revolucionarios rusos de la década de 1870 y sus organizaciones secretas conspirativas que pronto sumirían a Rusia en una espectacular ola de terrorismo.
Como nadie, el Feo dio forma concreta al ideal comunista. Hizo que miles de idealistas se inmolaran, convencidos de que estaban construyendo el paraíso en la Tierra. Se convirtieron así en víctimas de su propia fe y, cuando dispusieron del poder, en esos criminales perfectos de que habla Albert Camus en El hombre rebelde: aquellos que matan sin remordimiento ni límites porque lo hacen en nombre de la supuesta liberación definitiva de la humanidad.
La fe fanática explica que el Feo no dudase ni un minuto en instaurar la dictadura y declararle la guerra a su propio pueblo. Esa misma fe implacable es la que quedó reflejada en el telegrama que Lenin envió el 11 de agosto de 1918 dando la orden de ahorcar, con fines ejemplarizantes y sin juicio previo, a por lo menos a un centenar de kulaks (calificativo denigrante aplicado a campesinos acomodados):
“1) Ahorquen (ahorquen de una manera que la gente lo vea) no menos de 100 kulaks […]
2) Publiquen sus nombres.
3) Quítenles todo su grano.
4) Designen rehenes –de acuerdo con el telegrama de ayer.
Háganlo de manera tal que la gente, a centenares de verstas [medida rusa de poco más de un kilómetro] a la redonda, vea, tiemble, sepa, grite: están estrangulando y estrangularán hasta la muerte a los kulaks.”
Quien dictó esta orden y llevó a Rusia a la hecatombe de los años 1918-1922, con sus nueve millones de muertos en combates, represiones, hambrunas y epidemias, podía, sin embargo, tal como los verdugos del Holocausto o como Stalin, Mao o Pol Pot, dormir tranquilo y satisfecho. Convencido de estar ejerciendo, con las palabras que Steven Pinker le atribuye a Hitler para definir el nazismo, la “voluntad de crear la humanidad de nuevo”.
Ese fue el arquetipo revolucionario adoptado por doquier por quienes siguieron a Lenin y a sus bolcheviques. Hitler también se inspiró en ellos para crear su “eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar”, para usar la célebre expresión de Che Guevara. Como todo movimiento totalitario, se basó igualmente en la idea de la entrega total del individuo al colectivo y su máxima fue, tal como para Lenin, que el fin justifica los medios.