El día a día transcurre entre colas cargadas de enorme desilusión convertida en costumbre. El silencio de la conformidad retumba en las paredes de las envejecidas calles de un país que se vende ante el mundo por sus riquezas, pero muestra ante nosotros la miseria como producto de su mal manejo; tenemos un país gris. Esa miseria es aceptada porque es como una condena, un “momento difícil” que “en algún momento pasará” y del que “otros deben ocuparse”. Por supuesto, es muy fácil culpar a quienes piensan así sin comprender que es eso precisamente lo que han querido lograr quienes macabramente conducen las riendas de Venezuela, alejándonos del ámbito de lo público para ser útiles sólo frente a una máquina de votación o de una caminata que nos conduce a una tarima, entre fotos y aplausos, para regresar a nuestros hogares con “la satisfacción del deber cumplido” hasta el próximo llamado.
Pero todo esto, sumergido en la anestesia electoral, en la resaca de promesas populistas y del tiempo como chantaje, obedece a algo más. Basta con ver las confesiones de voceros del régimen, en declaraciones cínicas como aquellas de que la gente hace cola porque tiene dinero, para entender cómo se tomó la decisión de destruir a un país, vendiendo tal cosa como algo “responsable” en medio de lo que significa el mayor acto de irresponsabilidad política de nuestra historia contemporánea.
La destrucción progresiva, sistemática e intencional del país obedece a la más dolorosa y espeluznante crisis de todas: una crisis moral que derivó, por supuesto, en una crisis humanitaria y generalizada. Llegar al espíritu de una nación, arrebatar sus principios y valores para transformarlos en el gobierno de la inmoralidad y la perversión, construir una sociedad pobre en alma y esencia y convertirnos en vasallos de una “verdad” despiadada y mentirosa, ha sido el más oscuro plan de quienes, alentados por la injerencia cubana y el fracasado comunismo, se creen dueños de un país que sólo los eligió como servidores públicos.
Basta con ver cómo por el poder han sido capaces de vender nuestra soberanía, de permitir que mafias se adueñen de lo que con sangre y sudor costó recuperar y de borrar el espíritu libertario que nos condujo al desafío de ser independientes. Poder que reprime, que persigue, que asesina, que es capaz de aniquilar todo lo que tenga en frente y que, en medio de su propia impunidad y naturaleza mafiosa, busca mantenerse a sí mismo al costo que sea.
Ya en Venezuela, desde hace mucho, no hace falta estar en una cárcel para dejar de sentirnos libres. Nuestra libertad ha sido secuestrada en todos sus aspectos y el miedo es la principal celda simbólica que nos hace prisioneros de un modelo en el que pensar distinto, vivir mejor y soñar un futuro coloca automáticamente en nuestras frentes la palabra “enemigo”.
Pero también es cierto que este país, durante los últimos, meses ha emprendido una lucha que exige liderazgo moral para reconquistar su libertad y grandeza, pero que también demanda la desobediencia y la rebeldía de quienes hoy están oprimidos. No se trata de mantener un sistema que sólo ha traído el imperio de la miseria y la arbitrariedad de la Ley; no se trata de esperar ni de darle al tiempo la tarea que, como herederos de la libertad que lograron nuestros próceres, el país nos demanda. Precisamente ese ha sido el error: creer que la libertad, así como la democracia, es algo que heredamos y por lo cual no tenemos que luchar más, cuando su conquista debe ser día tras día porque sus enemigos acechan por doquier.
Muchas conciencias han despertado. Han entendido que el tiempo sólo favorece a quienes gobiernan y que esperar sólo nos seguirá hundiendo en el abismo de un modelo fracasado que muchos aún se empeñan en defender, por conveniencia o desespero, mientras perdemos vidas y futuro. Pretender generar cambios desde las mismas instituciones que han cerrado todas las vías a sus ciudadanos y han permitido la perversión en el manejo de Venezuela, sólo garantiza la supervivencia de su dominación y la justificación de sus acciones. Hay que trascender a ellas de forma pacífica y constitucional. Tenemos todo para hacerlo y urge que como venezolanos nos organicemos, discutamos y nos encontremos en una sola ruta que derribe el muro del statu quo. Una ruta que nos libere.
La convicción moral es el único terreno en el que quienes gobiernan a Venezuela no pueden competir porque sencillamente todas sus acciones carecen de ello. Que acepten actuar apegados a principios sólo haría fracasar su modelo, razón por la cual sólo permiten aquello que, basándose en lo más oscuro y nefasto de la política, les hace permanecer en el poder. Es su naturaleza, es su arma junto a la violencia descontrolada. Que eso cambie sólo depende de nosotros.
La moral, los principios y los valores se cansaron de ser olvidados. Se han rebelado frente a la pretensión de avanzar hacia su exterminio. Hoy son el único escudo frente al poder de un Estado encarnado en la mayor de las traiciones a una nación que merece ser próspera y libre. Es una rebelión contra el olvido; contra el inútil olvido.
Como bien decía @Crisdat en Twitter hace unos días, “tantos años nos durmieron elogiando a la paciencia como virtud, que olvidamos la utilidad de desesperarse a tiempo”.
Twitter: @Urruchurtu
(*) Pedro Urruchurtu es politólogo, profesor de la Universidad Central de Venezuela, forma parte del equipo internacional de Vente Venezuela y es Director del Programa para América Latina de la Federación Internacional de Juventudes Liberales (IFLRY).