Betancourt es un hombre que atesora durante su existencia la voz valiente y el pensamiento claro para hacer lo mejor por su país en su tiempo y en la posteridad. Ahí está su consagración como hombre de Estado: la vigencia de su obra para el presente en el que actuó de forma positiva y conveniente y para el futuro en el que sería recordado eficazmente. Venezuela tuvo en él lo que como país en plena metamorfosis necesitaba y merecía.
Nuestro hombre de Estado en todos los casos, cumplió como individuo y como miembro del colectivo con el deber histórico de estabilizar la obra política que encauzara al país después de las sórdidas décadas que le precedían, logrando con ello el desarrollo de su admirable capacidad de tener que enfrentarse y sobreponerse a las frustraciones, envidias, traiciones, y en general a las disputas de tan laboriosa hora. El “vengo asumir mi cuota de impopularidad” me exime de otras observaciones.
La visión de Rómulo que sobresalió por mucho en todo Occidente fue una voluntad de transformación social y política que no dejó disfrazarse por las ideologías de moda sino que antes bien se desnudó para que el pueblo mismo la vistiera con su fervor e identificación, sin descuidar ni confundirse en la responsabilidad de líder y artífice del camino, de jefe político y de mandatario nacional.
Su obra escrita, sus intervenciones, sus proyectos, le revelan como piedra angular de nuestra democracia. Su obra escrita es realmente importante y aceptada por las fuerzas políticas venezolanas; como demuestra el hecho de que los mismos que lo criticaron lo acabaron defendiendo incluso con vehemencia en la posteridad.
El siglo XX, y quizá también de forma justificada el XIX, fue una sucesión tormentosa de desastres y de fracasos, antes y después de la democracia, que nos colocaron en el abismo que tanto se avizoraba y pocos se atrevían a verlo realmente. De ahí el acto de justicia de afirmar que caímos en el abismo, del que estamos obligados a salir, pese a que fue señalado tantas veces.
Cuando Rómulo llegaba, ya sin vida, a Caracas una valla sentenciaba que los espíritus grandes no morían. Y esto es cierto. En Venezuela el transcurso de los años ha permitido que muchos muertos se borren realmente en nuestra memoria sacrificándose con ello lo positivo fundamental de quienes en el momento oportuno sostuvieron nuestro camino. Y como fantasmas deambulan tantos que más le valdría no haber interferido en nuestro destino.
Nuestro país está siendo decapitado por el horror y la barbarie chavista. Cabría sentenciarle a Venezuela el soneto de Neruda: “nosotros, los de entonces, no somos los mismos”, pero agregando que estamos ante la severa responsabilidad de no permitir que el país se pierda irremediablemente, sino más bien que con unidad y firmeza cerremos la puerta de la ruptura por la que entramos al abismo.
Que la historia y sus hombres sea maestra que señale el cómo pasar la página de esta amarga hora de hiel y vinagre que secuestró el futuro y nos empuja a cosas más difíciles de las que ya vemos.