Luis Gregorio Rivera vive en Toribío, un municipio en el suroeste de Colombia donde la guerra era pan de cada día. Ahora teme que vuelva la cotidianidad del conflicto armado, tras el rechazo en las urnas al acuerdo de paz con la guerrilla FARC.
“Uno como colombiano y que ha sufrido la guerra se preocupa mucho, es que la gente no valora esto”, dice a AFP este agricultor que también se dedica a tareas de construcción, sobre el pacto entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las marxistas FARC para superar una conflagración interna de 52 años, que no fue refrendado el domingo en un plebiscito.
“Tenía una expectativa muy grande por el ‘Sí’. Dije: ‘Pues si todos vamos a votar por el ‘Sí’, este país lo vamos a cambiar'”, sostiene Rivera.
Toribío, anclado en las fértiles montañas del norte del convulso departamento del Cauca, se pronunció a favor del acuerdo con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC): el 84,80% de los votantes respaldó lo convenido tras casi cuatro años de negociaciones en Cuba.
Un clamor silenciado por el 50,21% de los votos que dijeron “No” en todo el país al acuerdo sellado el 26 de septiembre, que en esencia busca que el grupo rebelde se desarme y pase a convertirse en un movimiento político legal.
“Estamos pensando siempre en la guerra, y en arreglar todo a plomo, y eso no es así. Hay otros sectores de la política que no están de acuerdo y ahí es cuando uno siente esa frustración de que no se haga esta paz”, afirma, desde la plaza de un municipio que centra su economía en la caficultura y la siembra de maíz.
Rivera cuenta que en los momentos cúspides del conflicto salir a las calles de Toribío, con histórica presencia de las FARC, era un acto de fe. “Hemos sufrido la guerra en carne propia”, explica.
Un “baldado de agua fría”
Para algunos de los 26.000 habitantes del lugar, la mayoría de la etnia indígena Nasa, el triunfo del “No” fue un “baldado de agua fría”.
Especialmente, porque la violencia del conflicto bajó a niveles nunca antes vistos luego de que la guerrilla decretara una tregua unilateral en julio de 2015, una medida reforzada con el cese al fuego bilateral que entró en vigor el 29 de agosto.
Las FARC han dicho que mantendrán esa medida pese a que los acuerdos ya no podrán ser implementados como se estipularon. El gobierno, por su parte, limitó el alto al fuego hasta el 31 de octubre.
“Esperaba un futuro mejor para mí y para las demás personas que han sido afectadas por el conflicto”, indica Jimmy Bermúdez, un campesino que perdió la pierna izquierda por una mina antipersonal hace once años en una zona aledaña a Toribío.
Pero el anhelo de un futuro sin confrontaciones también es compartido en zonas de aplastante triunfo de la oposición al acuerdo.
“Dimos el voto por el ‘No’… Ese tratado de paz que se estaba haciendo en La Habana fue un tratado exprés”, dice a AFP John James García, un vendedor ambulante de 34 años que trabaja en el centro de Medellín.
“La justicia debe prosperar”
La segunda ciudad de Colombia es el bastión del expresidente Álvaro Uribe, el más feroz opositor a lo pactado en La Habana. Allí, 62,97% rechazó lo convenido.
En esta urbe, brutalmente sacudida por la violencia del narcotraficante Pablo Escobar a finales de 1980 y principios de 1990, la actividad guerrillera afectó principalmente a los barrios más pobres, donde eran frecuentes los enfrentamientos entre milicias de la insurgencia y grupos paramilitares.
“Creemos también que la justicia debe de prosperar ante todos estos tratados, el que haya hecho y cometido algo tiene que pagar de alguna o de otra forma”, afirma García en plena calle, rodeado de otros vendedores ambulantes que coinciden.
El sistema de justicia al que se acogerían los guerrilleros ha sido uno de los principales cuestionamientos a lo pactado.
Según el acuerdo, quienes confesaran crímenes atroces ante un tribunal especial podrían evitar la cárcel y recibir penas alternativas. Si no lo hicieran y fueran declarados culpables, serían condenados a penas de ocho a 20 años de prisión. Los acusados de delitos políticos como rebelión iban a ser amnistiados.
“Usted se roba un celular, a la cárcel se va. Gente con tanto homicidio y tanta cosa, relajados”, asegura el también vendedor ambulante José Nicolás Murillo, quien llegó a Medellín desplazado por la violencia.
Pese a la polarización que mostró el plebiscito, seguidores del “Sí” y el “No” mantienen la esperanza de que los diálogos de paz se puedan reconducir.
En “un país que se acostumbró a la guerra (…), la esperanza es que (…) se siga dando el diálogo”, dice Rivera, el campesino de las montañas verdes de Toribío, que por años se han teñido de rojo. AFP