No sé, quizás es el cansancio acumulado de un año que se ya nos va entre los dedos con una rapidez abrumadora y que sigue sin definirse, pero octubre avanza, ya apenas faltan 76 días para que finalice 2016, mientras una angustiosa calma chicha se impone desde la ciudadanía con terquedad, obviando uno que otro destello tembloroso que se enciende acá o allá, como pregonando un arrebato definitivo que, al final, nunca llega. Estamos aletargados, vergonzosamente aletargados.
Las puertas se van cerrando, nos las van cerrando, y la verdad es que poco hacemos más que acusar recibo de cada trancazo en la nariz. Mientras tanto, los niños mueren de enfermedades que ya habían sido erradicadas y que han regresado para echarnos en cara que Venezuela no avanza, sino retrocede. Los pranes dominan las cárceles, el hampa manda en la calle y los cuerpos de seguridad hacen lo que les viene en gana. Lo que un lunes te cuesta un bolívar ya el martes te cuesta dos o tres, si lo consigues. Vacunas no hay, medicinas tampoco. Los tribunales no funcionan, solo trabajan en lo que al poder le conviene que trabajen, la Fiscalía se restea con el oprobio o, a lo más, calla… y al callar, otorga. El TSJ ya ni siquiera guarda las apariencias, botó la careta y demuestra día a día que está allí solo para validar cualquier exabrupto que los pocos, las cúpulas, la minoría que a contrapelo nos desgobierna, le exija. De los militares mejor ni hablo, pues el pecho se me llena hasta la garganta de insultos que no soy dado a proferir, pero estoy seguro de que la historia tendrá mucho que reprocharles.
Todo comenzó cuando algunos, en aquel momento mayoría, vieron en un individuo que había cometido, dos veces, la atrocidad de apuntar los fusiles contra el pecho de sus hermanos, algo parecido a una esperanza. Unos lo apoyaron con buena fe, pero impulsados por un resentimiento inducido que no logró ver más allá de la propia nariz, otros fueron oportunistas e ingenuos, y los más cercanos actuaron con plena conciencia de la maldad que se desataría, pero pensando que no les afectaría. Todos estaban equivocados y por el abismo de su error nos lanzaron sin paracaídas. Pocos lo advirtieron entonces, pero fueron silenciados por el estruendo feroz de una mayoría hastiada que no supo ni quiso ver la cara detrás del disfraz. Luego comenzó la debacle, a paso lento pero seguro. Nos cambiaron el nombre, la bandera, el escudo, el lobo se despojó de su traje de cordero y a todo lo vistió de rojo. De la noche a la mañana, los héroes patrios dejaron de serlo, los convirtieron en villanos y fueron sustituidos por otros, de muy dudosas credenciales, por las malas. La línea entre la virtud y la vileza, entre las luces y la oscuridad, se hizo tenue, deliberadamente difusa, y el fin, mantenerse en el poder “como sea” y a costa de lo que sea, comenzó a justificar los medios.
Había que destruirlo todo, la historia, la cultura, el gentilicio, nuestra memoria. Todo lo sembrado en casi dos siglos de brega libertaria, todas las conquistas democráticas de un país que alguna vez fue ejemplo para el mundo, eran ahora malezas malsanas que había que quemar hasta la raíz para que el terreno quedara abonado para una nueva siembra. La excusa era que eso era necesario, doloroso, pero imprescindible, para desde las cenizas volver a construir una nación diferente, la “patria nueva”, llena de “hombres nuevos”, toda un “mar de la felicidad” que, como utopía, era y es por definición inalcanzable. Ellos lo sabían, pero las utopías son como las sirenas, atraen a los marineros indefensos, a los pueblos ingenuos y cansados, hasta las rocas arteras y filosas contra las que se destrozan inexorablemente y una y otra vez los navíos y, en nuestro caso, las naciones. Por eso es que acá nunca la han abandonado los falsarios como causa y como discurso.
La paz, la “máxima felicidad” y el progreso están entretanto y para siempre en la gaveta de pendientes. Como no sea solo para ellos mismos, que no para el pueblo entero, no son la prioridad de los chacales. De los supuestos frutos que toda la trágica orgía dejaría se hablaba, y se habla, en tiempo futuro. No hay manera de hacerlo en presente. El modelo, gastado y vacío, no da ni sirve para eso. Todo es un “ya viene”, “ya llega”, “ya va”, mientras la morgue día a día se atiborra de cadáveres y la gente busca alimento entre los despojos en la calle. “Libertad” es ahora una mala palabra, “elecciones” un insulto, y hasta pensar en “revocar” es un crimen. La “justicia”, si no viene acompañada de la palabra “social”, no existe ni como recurso retórico, y ya hasta la “lealtad” dejó sus luces para pasar a ser simple sumisión y adulancia.
Protestar es pecado capital. Que lo digan los muchachos que detienen en las manifestaciones contra el gobierno, a los que no pocas veces les obligan a corear a voz en cuello que están con “la revolución” y hasta a admitir crímenes que no han cometido a cambio de una libertad limitada que hiede a miedo. Que lo digan los exiliados, los más de 100 presos políticos y los miles de perseguidos en procesos penales aún pendientes solo por haberse atrevido a alzar la voz. Que lo digan los asesinados de antes y de ahora. Todo el que se oponga es un delincuente, el que no esté de acuerdo un traidor y el que se queje es un apátrida, poco menos que un ser humano, contra el que “todo vale”.
Pero acá seguimos, impávidos. Anhelantes pero dispersos y, al menos en apariencia, empequeñecidos. Los que queremos un cambio de fondo y de forma somos abrumadora mayoría y la soberanía, lo dice nuestra Carta Magna, es nuestra, pero siempre estamos a la espera de una señal, de un guía, de una luz que nos llegue desde afuera, sin darnos cuenta de que el timón de nuestro destino no está sino en nuestras manos ¿Será que ya no somos ese “bravo pueblo” que ensalza nuestro himno?
Espero estar equivocado, ruego que sea así, pero al parecer, al menos por ahora, la mayor derrota que hemos sufrido en esta contienda se alberga en nuestro ánimo. Despertar de la pesadilla, por los caminos de la paz, de la democracia y de la justicia, está en nuestras manos.
Que así sea.
@HimiobSantome