Son delincuentes, siempre lo han sido. Así se mostraron ante el país la madrugada del 4 de febrero de 1992 cuando le dieron la estocada al carente sistema democrático venezolano que con tanto esfuerzo se había conquistado tras siglo y medio de balbuceos libertarios que nos adormecieron como nación.
Nadie les dio el derecho de destruirnos hasta este amargo punto donde nuestra tradición histórica parece haberse roto. Tampoco nadie ni nada nos dio el derecho de permanecer indiferentes ante esta tragedia, porque hemos padecido de un inexplicable conformismo que permitió el avance destructor de los socialistas del siglo XXI. Durante diecisiete años hemos pasado de marchas a protestas, encerrados en un vicioso circulo de complicidades y buena fe, con delirantes discursos, con frustrantes victorias y con rabias momentáneas que al final solo consiguieron anestesiarnos. Dejamos de ser verdad histórica y nos convertimos en un remedo político. Quizá así, sólo así, podemos entender como un individuo como Nicolás Maduro continúe en el viejo caserón de Miraflores.
Y no es que la apatía y el conformismo venezolano sean la excusa que establece una verdad absoluta. La historia es siempre una secuencia de verdades, medias verdades, mentiras y mentiras blancas. El país no se ha desmovilizado, es cierto. El país sigue de pie pese a todo. Sus rabias son tema de airadas conversaciones en las interminables colas para comprar lo poco que queda de alimentos o medicinas, por ejemplo. Venezuela nunca se ha postrado de forma definitiva y esta vez no será la excepción.
Pero el tema no es establecer las responsabilidades históricas del cómo, con quiénes y por qué llegamos aquí. Habrá tiempo para eso y el ajuste de cuentas político y penal será tan preciso como un reloj suizo. De ahí la necesidad de superar el maniqueísmo con el que algunos sectores de la dirigencia opositora actúan, clasificando entre válidos e inválidos los procederes de otros sectores, dentro o fuera de Venezuela. La unidad nacional no es un tema territorial. Quien aún habita el país tiene de forma indiscutible el mismo derecho del exiliado venezolano, para hablar un caso concreto.
Junto a la necesidad de superar los maniqueísmos de algunas dirigencias está la apremiante obligación de sepultar los intereses personales y las ambiciones partidistas. Este problema es histórico y su resolución sin aplazamientos ni cobardías es la única garantía que tenemos para que no seamos testigos de la disolución republicana y así vean luz los monstruos que tanto nos amenazan y que tantos daños podrían causar.
Que nadie tenga dudas, que todos nos armemos de valor y patriotismo pues ha llegado el momento histórico de expresar y hacer valer la volonté genèrale. Venezuela no puede seguir secuestrada por una banda de delincuentes que hacen y deshacen al país cuando les place para así sobrevivir.
No podemos confundirnos ni dejar que el desaliento nos cruce de brazos. Quienes están sin salida son ellos. Y somos nosotros, unidos como una sola fuerza, los que podemos de una vez por todas abrir de par en par las puertas al futuro de libertad y de justicia que nos aguarda de forma inexorable.