Las violentas imágenes de grupos armados asaltando el recinto parlamentario, hicieron recordar a varios, a un tal Monagas y los sucesos del muy lejano 24 de enero de 1848. ¡Oh Monagas, siempre Monagas! No hay duda que su impronta nefasta quedó grabada para siempre en los anales de la accidentada historia institucional de Venezuela.
Pero aquel no fue el único en acometer embestidas contra la institución que por excelencia constituye el principal foro político de la República, léase el Poder Legislativo Nacional. Otro mandamás, aspirante a inscribir su nombre en la larga lista de dictadorzuelos que han plagado esta tierra, hizo lo suyo para cercenar de un tajo la incómoda faena de lidiar con un parlamento contrario a sus intereses. Ese fue el Dr. Raimundo Andueza Palacio, presidente de la República entre 1890 y 1892.
Certeramente calificó el historiador Ramón J. Velásquez, como “la gran crisis de 1892”, el choque de poderes que padeció Venezuela aquel turbulento año. Andueza Palacio se había empeñado en reformar la Constitución vigente de la época, para prolongar su estancia en el solio presidencial. Sus amigos en el Congreso, maniobraron para complacerle el antojo, pero ante la negativa contundente de una fracción cada vez más creciente de Senadores y Diputados, Andueza Palacio mostró su enfado y amenazó con no separarse del cargo al término de su período presidencial, que de acuerdo a la letra constitucional fenecía el 20 de febrero de ese año.
Ante aquel abierto desafío, los parlamentarios opuestos al presidente Andueza Palacio, levantaron la bandera del legalismo y exigieron respeto a la alternabilidad republicana, conminando a los partidarios oficialistas a dejar en entera libertad al Congreso para cumplir sus funciones y designar a un nuevo Presidente de la República. A medida que pasaban los días, la situación se fue agudizando, hasta que Andueza Palacio hizo publicar una proclama en la Gaceta Oficial en la que participaba a los venezolanos “… que se veía en el deber de permanecer en el ejercicio de la Presidencia ante una tenebrosa conspiración de la impenitente oligarquía”. De igual modo dio la orden de apresar a los parlamentarios de oposición, con lo cual disolvía de hecho el Congreso.
Los periódicos antigubernamentales fueron clausurados y la represión tomo cuerpo en todo el país. La dictadura mostró su rostro sin ambages.
En vista del descarado autogolpe, los magistrados del Poder Judicial se rehusaron a reconocer al usurpador Andueza Palacio y declararon suspendidas las actividades tribunalicias, hasta tanto no fuese restablecido el orden constitucional. La guerra había estallado y al frente estaba el senador y ex presidente, general Joaquín Crespo, quien salió en defensa del malogrado Congreso, blandiendo su espada para derrocar a Andueza y su séquito de adulantes.
Entre tanto en el palacio de gobierno, bullía la improvisación, dado que Andueza Palacio jamás había comandado una campaña militar, por lo que quedó prácticamente prisionero de los jefes militares que decían respaldarlo. La tensión fue in crescendo en medio de altibajos que pronto menguaron el aparente poderío del gobierno.
De manera que comenzó a tomar fuerza en el seno del oficialismo, la idea de solicitar la renuncia del presidente Andueza Palacio. Este se negó hasta el último momento, pero ante la contundente exigencia de su Ministro de Guerra y Marina y del jefe del Ejército Nacional, Andueza Palacio se separó de la presidencia y tomó el camino del exilio.
Parece un lugar común, pero ese, es tarde o temprano, el final de los dictadores. Tamaña lección nos da la Historia para vernos en el espejo del presente y sacudirnos el yugo de la indolencia y el colaboracionismo.