Parafraseando al Libertador cabe hacerse la pregunta: ¿500 años de modernidad no bastan? Como acontecía en el Medioevo, cuando el entonces incuestionado poder divino fungía de máximo poder terrenal, bastó la anacrónica excusa de lo solicitado desde la Plaza San Pedro para que factores de la dirigencia opositora le arrancaran la escalera a la población venezolana, dejándola aferrada a la brocha y sembrando confusión innecesaria traducida en desmovilización que retarda con peligrosidad el arribo del cambio. Tanto luchar para que el laicismo se instituyera norma y la política no fuera más actividad confesional con la carga de exclusión asociada para, al final de cuentas, regresar a la época oscurantista donde prelados decidieron el reparto de las tierras americanas entre las testas coronadas de los fenecidos imperios luso y español. De ahora en adelante es recomendable no criticar por antidemocráticos aquellos países donde ulemas o mulás imponen en última instancia quién puede o no gobernar. Es en extremo difícil comprender el sufrimiento del otro cuando no se experimenta en carne propia. No debería ser tildado de irrespetuoso recordar que la curia romana no ventila sus problemas de salud en el Hospital Universitario de Caracas.
Bordeando más de medio siglo a cuestas, regímenes tiránicos como el cubano o el de Corea del Norte, han permanecido impertérritos, triunfantes, inamovibles. Hasta se han dado el lujo de resolver los problemas internos de sucesión mediante el método genético de traspasar la banda dictatorial de padres a hijos o de hermanos mayores a hermanos menores. Con envidiable habilidad para comprar siempre tiempo se han sostenido en el poder pese a los esfuerzos del mayor imperio de la historia y se han granjeado, cuando no la complicidad, por lo menos la benevolencia de buena parte de la comunidad internacional. En otras palabras, han sido maestros supremos en el arte de la negociación que camufla el engaño y la traición de lo acordado. Para ellos, todo diálogo no es más que vulgar instrumento para perpetuar la negación de la dignidad humana que encarnan a la perfección. En esa escuela abrevaron los dirigentes de la revolución bolivariana. Las sardinas terminan devoradas porque a su alrededor pululan los tiburones. Es suicida creer en la buena fe de quien nunca tuvo prurito para mentir. Es irresponsable no desentrañar la real intención de montar la mesa mediática, no otra sino desarticular el empuje de la gente. La ingenuidad raya en la torpeza cuando se asume que el déspota cebado en la represión puede ser desplazado a punta de conversa y actas rubricadas. Paradójicamente, el tiempo le sobra a aquél a quien ya se le agotó.
¿Pedagogía política, dijo usted? Disculpe no le haya entendido. En la cola para comprar pan no se oyen los discursos y la de hoy, sin sabor a marcha, amaneció más larga que de costumbre.
Historiador
Universidad Simón Bolívar