Norberto José Olivar: “La mujer del César no solo debe ser honesta sino además parecerlo”

Norberto José Olivar: “La mujer del César no solo debe ser honesta sino además parecerlo”

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En el desfile de Pascua de 1929, en Nueva York, Edward Bernays —sobrino de Freud— infiltra a diez modelos de Vogue  que, a su señal, se pusieron a fumar a la vista de todos. Como dice la bloguera Ana Souto Villanustre, es «un acto atrevido que no dejaría indiferente» a nadie. Este oscuro personaje usa las teorías de su tío para manipular el subconsciente de las masas en favor de un aparente gesto feminista. No obstante, la escenificación fue una trama de simiente capitalista: las tabacaleras buscaban habilitar el 50 por ciento del mercado, y para ello necesitaban que las mujeres fumaran sin ser objeto de recriminación social. A este evento masivo, desplegado en aquel desfile multitudinario, Bernays lo llamó “Antorchas de la libertad”. El caso está reseñado en El siglo del individualismo (The century of the self, 2002) de Adam Curtis, pero la pregunta que queda al final del documental es sobre la naturaleza legítima de esa libertad obtenida, aunque se trate en principio y en esencia, de un asunto mercantil.

Y por esos mismos misterios de la mente, recuerdo que Briceño-Iragorry dice en Introducción y defensa de nuestra historia (1972) que buena parte del fracaso de Gual y España en sus andanzas conspirativas se debió a la falta de fachada legal que sustentara la convocatoria. Es decir, no previeron revestir de cierta apariencia la agenda sediciosa. Afirma que «necesitaron los directores del movimiento revolucionario meter las voces de la insurrección en la propia caracola del institucionalismo (habla, Don Mario, del 19 de abril de 1810) contra cuyas formas se abría la gran lucha… por ello el absolutismo del gendarme tiene menos solera que la vocación legalista, entorpecida por el interés de los gobernantes. La legalidad concertada de Peñalver es más vieja, como Historia, que la arbitrariedad que grita en labios de Páez». Ciertamente a Don Fernando Peñalver le atormentaba la transgresión constitucional del Centauro, pero contradictoriamente aconsejaba lenidad hacia este. Y estos devaneos son los que abren las puertas del infierno. Más bien creo que nuestra historia se ha debatido siempre ante esta dualidad. Ya recientemente, y en edad crecida, la república ha vuelto a esta disyuntiva. Pongamos por caso, el sobreseimiento al movimiento golpista de 1992 que restituyó la idea de esta “blandura” frente a las infracciones al código jurídico en procura de paz en la vida política. Pero entonces sucedió que la fracasada insurgencia fue mimetizada y canalizada por la opción electoral. Explica Luis Salamanca en ¿Por qué vota la gente? (2012) que esta vía no se entendió como alternativa a la militar, sino para darle un «rostro aceptable al proyecto revolucionario» y así minar la democracia desde adentro. Visto queda que los insurrectos “bolivarianos” sí pensaron —más bien los convencieron— en lo que pasó por alto el pobre Don José María España que, por tal extravío acabaría descuartizado en la Plaza Mayor de Caracas, sin piedad ni consideración alguna.





Todo este zigzagueo histórico me hace pensar en nuestra calamidad presente. Y a la apostólica sentencia de Claudio María Celli, de que es “indudable” que la situación en Venezuela “está muy fea”, se puede añadir que, además de fea, loca. Pero también inédita en el sentido de que lo constitucional está ahora del lado de los “revoltosos”. La “apariencia” les guarda mientras el régimen queda a la intemperie. Pese a todo, lo prudente, escucha uno que es el “diálogo”, y si hablando se acuerda una salida incluso simulada, pero que guarde las formas de los mecanismos legales, el resultado podría validarse y sería, por supuesto, un precedente para futuros desquiciamientos. Reza el dicho que “la mujer del César no sólo debe ser honesta sino además parecerlo” y ya eso es ganancia en estos tiempos en que a nadie importa la menor compostura. Como cuenta Borges en el Tema del traidor y del héroe (Artificios, 1944): Fergus Kilpatrick debe pagar su traición dejándose matar en un balcón para simular un atentado y no una ejecución sumaria como fue aquello, así se evitaba la desmoralización del pueblo por la felonía de su héroe. Al final, es castigo era el mismo.

En fin, que esto está muy feo y se va a poner más feo todavía. Así que podéis ir en paz y cuanto antes mejor. Porque la verdad, al desazonado enviado del Vaticano lo que se le ocurrió agregar, como broche de oro, fue encomendarnos a la buena Dios y aceptar, con clara preocupación, que «Francisco está jugando un papel muy fuerte» y si el diálogo fracasa, pues lo que sigue es sangre. Y no la sangre de Cristo, precisamente.

@EldoctorNo