En París nadie olvida dónde estaba la noche del viernes 13 de noviembre de 2015. “Me sentía morir. Había perdido mucha sangre”, dice hoy Inès, un año después de los ataques que dejaron 130 muertos. Testigos y sobrevivientes hablan con La Tercera.
Inès Daïf, quizás, más que nadie. Fumaba y bebía vino en la terraza del Café Bonne bière con un amigo. Apenas llegó a decirle: “Unos chicos nos tiran petardos en la cara” antes de darse cuenta que una ráfaga de balas le había dejado el brazo izquierdo colgando del hueso. Otras dos balas le explotaron el tobillo. Rengueando y arrastrando a su amigo, también herido, logró entrar al café y esconderse en el segundo piso.
“Me sentía morir. Había perdido mucha sangre”, dice hoy, un año después de los atentados de París reivindicados por el grupo yihadista Estado Islámico que dejaron 130 muertos. Estuvo cinco días en reanimación. Recién nueve meses después, en julio, pudo salir del hospital.
“Ahora estoy en fase de reeducación”, dice Inès Daif que a los 24 años tiene que volver a aprender a disponer de su cuerpo. “Me suturaron el nervio radial, me acortaron el brazo -las balas le arrancaron seis centímetros del húmero- y me sacaron partes del hueso de mi cadera para trasplantarlos en el tobillo y en el brazo”, dice Inès sentada en la terraza de un café a sólo 400 metros del Bataclán, donde masacraron a 90 personas. “He aceptado lo que pasó, y ya lo quiero olvidar. No es una negación, ni una resignación. Quiero superarlo”.
Un año de trabajo físico le tomó a Inès probar que los médicos tuvieron razón al no amputarle el brazo. “Hace un mes logré levantar el puño. Fue un milagro”, dice sonriendo. Los médicos tampoco creían que volvería a caminar y hoy lo hace con tacos altos.
Nada permite sospechar que su cuerpo está recorrido por cicatrices. Ni que todavía tiene una bala junto a la rodilla. “Me van a operar de nuevo y quedaré internada entre tres a cinco meses”.
Como Inès, otras 350 personas fueron heridas durante los ataques. Para ellos fue un año de largas horas en ergoterapia, visitas a cirujanos y kinesiólogos, y también psiquiatras.
“Tuve que aceptar mi nuevo cuerpo. Cuando me miré al espejo tenía el brazo más corto y el lado izquierdo de mi cadera hundido, por los huesos que me sacaron. Mi cintura ya no es simétrica. Pero el hueso volverá a crecer. La relación con mi novio me ayudó. Pierdes tu cuerpo de mujer y lo vuelves a encontrar en la mirada de tu hombre. Y tienes ganas de probarle a este hombre que vas a hacer todo lo posible para recuperarte. Hay días que me siento sola por lo que he vivido. Siento angustia y no tengo a nadie con quien hablar. Te destruye la confianza, y tienes que recuperarla. Todos los atentados me afectan, los de Turquía, los de Irak, para algunos esto es una realidad cotidiana. No tengo odio hacia las personas que me dispararon. Era gente perdida que manipulan una religión. Soy franco-marroquí. Mi padre, quién ya murió, era musulmán y mi madre es cristiana. Yo leí el Corán cuando tenía 16 años, pero soy atea. Este ataque me obligó a hacer una recomposición entera de mi persona, de una manera filosófica. No tengo odio”, dice.
¿De dónde eres? De Chile
En París, nadie olvida dónde estaba la noche del viernes 13 de noviembre de 2015. David Fritz, quizás, más que nadie. A través de la ventana veía el edificio al otro lado del pasaje Saint-Pierre-Amelot. A pesar que apenas eran las 22:00, ya nadie caminaba por la estrecha calle. El barrio estaba en silencio. Las luces de los departamentos apagadas. Salvo una habitación, apenas iluminada por un televisor.
“Allá hay vida. Todo sigue normal. Y yo acá encerrado en una pesadilla”, se dijo David que junto a otras 11 o 12 personas -la memoria no le da la cifra exacta- era uno de los rehenes de los dos terroristas que todavía seguían vivos, agazapados en una pequeña pieza de la sala de concierto Bataclán, esperando el asalto final de la policía.
Solo unas horas antes, David, hoy 24 años, estaba con cuatro amigos escuchando a los Eagles of Death Metal desde el primer piso de la sala. “Fui un minuto al baño”, dice David. Su teléfono vibró cuando le llegó un mensaje de su padre que le avisaba: hubo un atentado en el estadio donde Francia jugaba frente a Alemania. David no terminó de guardar su teléfono cuando desde la sala ya las ráfagas de Kalashnikov acallaban la música.
El resto fue confusión. Las luces se habían prendido. David se asomó desde el primer piso y miró hacia la “fosa”, el espacio abierto abajo frente al escenario. Y la gente corría, gritaba y caía.
David no encontró la salida de emergencia que usaron sus amigos y al intentar llegar al techo saliendo por una ventana se encontró haciendo equilibrio en una fina cornisa a varios metros del asfalto. “Estaba seguro que iba a morir. O me caía o me disparaban”.
No cayó y uno de los terroristas le ordenó entrar.
-¿De dónde eres?, preguntó el atacante apuntándolo.
-De Chile, respondió David, que tiene tez morena y pelo largo.
“Cuando le respondí eso vi en sus ojos desinterés. Después de eso Mostefaï no volvió a hablarme”, dice David que llama al terrorista por su nombre. “Para mí llamarlo terrorista es poco. Todo el mundo puede ser terrorista, pero al principio somos humanos. El era humano. Tenía dos ojos, y una boca como yo. Era un inmigrante, como yo”, dice David quien llegó a Francia a los cuatro años desde Pucón, pero nunca se naturalizó francés.
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