El chantaje ejercido bajo la cobija de preservar la unidad resulta sencillamente inadmisible. Se pretende acallar la crítica avalando la tesis del silencio complaciente que exculpa a priori a las facciones del liderazgo opositor cuya actuación en la actual coyuntura buena parte de la población juzga desacertado, con sobradas razones al respecto. Utilizando como palanca cierto discurso por demás enrevesado y contradictorio se pretende contrabandear la conseja de que la unidad es el objetivo supremo. Se desconoce así la realidad intrínseca del proceso: la unidad no es más que un medio, con certeza bastante eficaz hasta el momento, encontrado y/o ideado para canalizar el descontento de la gente. Si la unidad no puede satisfacer ese requisito, se impone el acto de repensar el asunto.
Negociaciones donde el bando oposicionista no obtuvo nada que hiciese sudar al gobierno y donde, por el contrario, se revirtió lo previamente ganado (el triunfo en Amazonas y la movilización decidida de la gente, por ejemplo), obligan a pensar que los operadores del diálogo o no estuvieron a la altura de las circunstancias que les tocó enfrentar, o recibieron presión insoportable del actor contrario, o no se arriesgaron a poner en entredicho las cuotas de poder acumulado, las cuales, a pesar de ser modestas como alcaldías y gobernaciones, les permiten mantenerse en la palestra, esperando tiempos mejores para conquistar otros espacios, independientemente de que los lapsos requeridos para ello signifiquen el incremento exponencial del sufrimiento de la población venezolana. En conclusión, o se impuso la impericia o se impuso la cobardía o se impusieron los intereses particulares y partidistas, sin desdeñar la posibilidad de que el resultado fuese la malhadada combinación de las tres variables mencionadas. Hay que vocearlo: ganó el gobierno y perdieron los demás. Los prestados para tan confuso y triste comportamiento demostraron sin ambages no comprender ni asumir la actual tragedia de la sociedad venezolana.
Los involucrados advierten que quien no marcha o sólo combate desde la seguridad del teclado no tiene derecho alguno a quejarse del contenido de los acuerdos firmados en la mal llamada mesa de diálogo. Bien. Eso es verdad y la refutación pretendida se abandona por débil e inútil. El punto es que al así pronunciarse olvidan con descaro que las críticas también provienen de quienes jamás desatendieron el llamado a la organización y al pateo de las calles. Es decepcionante por feo ver como paga el diablo a aquel que le sirve con lealtad. La ofensa biliar es innecesaria pues debe recordarse que la conseja popular recomienda no creerse el abrazo de quien se besa (acuerda) con quien nos hace daño. Por otro lado, se profieren denuestos a quien pide activar el juego político y se le responde que la negociación es, precisamente, el ejercicio de la política. Falso por falto de claridad conceptual. La política es la lucha por el poder político, no el abandono de ésta cuando las posibilidades de triunfo son considerables. La decepción es agua derramada, imposible de recogerse, por lo menos a corto y mediano plazo.
Mientras todo esto pasa, los escenarios continúan dibujándose, sólo que en el nuevo lienzo emergentes colores se asoman. Sectores del oficialismo y de la oposición parecen compartir idéntico horizonte: 2018. Alguien se empeña en romper la esperanza.
Historiador
Universidad Simón Bolívar
@luisbutto3