Un fantasma recorre Europa, escribieron los padres del marxismo en el más simplista y pernicioso de sus manuales. Un fantasma recorrió Cuba, podríamos decir los viandantes del siglo XXI, al referirnos a la caravana que transitó desde La Habana a Santiago con las cenizas de ese personaje histórico que como pocos fue Fidel Castro. Inexcusable para cualquier latinoamericano resulta detenerse por momentos en el estudio del legado dejado por quien encarnó como ningún otro el oscuro rostro del ejercicio del poder.
Fidel Castro representó sin ambages la insania que envuelve a todo mandatario megalómano, la cual puede conducirlo a ser el verdugo de su país, del continente donde radica la nación que le sufre e incluso de la humanidad. Producto de la perversión mental que le caracterizó, se atrevió a sugerirle a Nikita Kruschov que, en caso de que los «imperialistas» atacaran a Cuba como desenlace de la crisis de los misiles en 1962, la Unión Soviética descargara sobre los Estados Unidos el devastador ataque nuclear que su poderío militar le permitía, sin parar mientes en el hecho de que tan abominable acción hubiese podido conducir a la extinción de la especie humana que ni siquiera Hitler pudo lograr. Menos mal que en ese momento era un vulgar amateur atreviéndose a jugar en las grandes ligas de los estadistas mundiales y la dirigencia del Kremlin, responsable como correspondía, desdeñó olímpicamente su propuesta, calificándola diplomáticamente de «error». De lo contrario, el sufrimiento de millones habría sido inenarrable.
Fidel Castro se adjudicó el vergonzoso honor de representar lo que todo marxista farsante grita a voz en cuello aborrecer: la explotación de los pueblos. Construyó con indudable eficacia un sistema económico rapaz e inhumano que para sobrevivir se montó sobre la esquilmación de su propia gente. Desde finales de la década de los sesenta del siglo pasado el principal producto de exportación de Cuba son personas: médicos, entrenadores deportivos, maestros, etcétera, que sin el más mínimo pudor son transados en el mercado global bajo el eufemismo del internacionalismo proletario que tan buenos dividendos en dólares siempre reportó a la satrapía caribeña. No tuvo empacho alguno en edificar un sistema de salud de primera donde sólo se pueden tratar extranjeros dispuestos a pagar dichos servicios en divisas fuertes y al cual los cubanos comunes y corrientes tienen vedado el acceso. Vaya cantidad de desprecio desplegado por sus hermanos de terruño, a los cuales, sabido por confesión propia, sometió a la constante búsqueda de alimentos para que, obligados por la imperiosa necesidad de la sobrevivencia cotidiana, se vieran impedidos de dedicarse a la política.
Fidel Castro fue máximo ideólogo y ejecutor implacable de un régimen político donde aspectos normales de la vida humana como la diversidad sexual y el derecho a disentir pacíficamente se consideraron delito y como tales se castigaron con saña y crueldad. Fue el principal responsable de que la población de su país, a contrapelo de lo ocurrido en el resto del mundo, no tuviera ni siquiera el deseo ni las condiciones objetivas de reproducirse: de 1959 a la fecha, los cubanos apenas pasaron de nueve a once millones de almas. Tirano demoledor como ningún otro, despedazó hasta las ganas de vivir. Miles de sus compatriotas prefirieron perder la vida en el mar antes que desperdiciarla en el hastío de la cárcel a cielo abierto edificada con el silencio cómplice de cierta intelectualidad regada por el mundo que se plegó al manoseo del poder y abandonó la entereza de pensamiento.
Como usted lo quiera ver, es la desgracia o la suerte del historiador de lo contemporáneo: ver con sus propios ojos lo que está obligado a contar. Hay homenajes que avergüenzan por todo lo que tratan de esconder.
Historiador
Universidad Simón Bolívar
@luisbutto3