El lunes 9 de enero en su alocución ante el cuerpo diplomático acreditado en el Vaticano, el Papa Francisco se refirió a lo que considera el acercamiento exitoso entre Cuba y Estados Unidos, y a los acuerdos logrados entre el gobierno de Colombia y las Farc para ponerle término al conflicto armado con ese grupo guerrillero. Y al referirse a Venezuela dijo que nuestro país necesita “caminos de diálogo y gestos valientes para enfrentar la crisis política, económica y social que está pesando desde hace tiempo sobre la población civil”.
Por su parte, Delcy Rodríguez al comentar esas palabras escribió en un Twitter el día 13: “Papa Francisco mantiene su compromiso con el diálogo en Venezuela en beneficio de nuestro pueblo, Presidente Nicolás Maduro agradece sus gestiones”. De igual forma se pronunció Jorge Rodríguez quien, junto a su hermana, se entrevistó con Monseñor Claudio María Celli a fin de mantener el compromiso del Vaticano en la continuación de los encuentros gobierno-oposición. Afirmó que “Frente a la compulsión de la derecha, la paz con justicia es el único camino”.
También Nicolás Maduro comentó con gran satisfacción tanto el pronunciamiento del Sumo Pontífice como las gestiones adelantadas en Roma por los hermanos Rodríguez.
Mientras tanto el Presidente de la Conferencia Episcopal, bastante menos optimista, reconocía en un descarnado análisis de los oscuros y desacreditado encuentros en los que participó el representante del Vaticano, que el diálogo fracasó, y que ninguno de los factores (gobierno y oposición) intentaron acordar sinceramente caminos de reconciliación.
Dijo Monseñor Padrón el día 8, en la instalación de la Centésima Séptima Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal realizada en el paraninfo de la Universidad Católica Andrés Bello de Caracas que “el 2016 ha terminado muy mal y con gran desesperanza”. Al pasar revista al año que acaba de finalizar culpó al gobierno por un saldo rojo evidenciado en 29 mil muertes violentas, hambre, desnutrición, desabastecimiento de medicinas, reaparición de epidemias, más de 120 presos políticos, corrupción y destrucción de la empresa privada, violación de la libertad de expresión, ideologización del sistema educativo, crisis financiera, cierre de la salida electoral y desconocimiento de la Asamblea Nacional.
Además señaló, “la masacre de Barlovento, los saqueos ocurridos en Cumaná, Ciudad Bolívar y otras partes, y el asalto al Monasterio Trapense de Mérida ejemplifican una verdad latente, elemental y conclusiva. En la historia de Venezuela de los últimos 50 años los ciudadanos no habíamos atravesado una realidad tan dura e incierta”. Posteriormente, en declaraciones a los medios de comunicación, Monseñor Padrón dijo que, aunque no estaba informado, dudaba que el Vaticano estuviera presente de nuevo en la llamada Mesa de Diálogo.
Todo lo ocurrido justifica de manera palmaria las apreciaciones del arzobispo de Cumaná en relación con la grave situación que confronta el país, y evidencia el juego perverso que el gobierno realiza intentando reeditar los burlescos encuentros MUD-GOBIERNO con el fin de distraer a la opinión mundial, mientras internamente arrecian la ofensiva totalitaria destinada a consolidar la tiranía.
El acuerdo final de la Conferencia Episcopal, dado a conocer el día 13, señala que las esperanzas generadas ante la convocatoria del diálogo con la asistencia del Vaticano se vieron frustradas, fundamentalmente por el incumplimiento del gobierno de lo pactado en la reunión del 30 de octubre de 2016.
Lamentan los obispos que la contribución del Papa “haya sido malinterpretada”, y condicionan la continuación del diálogo a las exigencias que el Secretario del Estado Vaticano, Monseñor Pietro Parolini, diera a conocer en su carta del 1 de diciembre de 2016. Documento en el que exige aliviar la crisis de alimentos y medicinas, establecer el calendario electoral, restituir el rol constitucional de la Asamblea Nacional, y liberar los presos políticos.
Ciertamente en la medida en que avanza la crisis, la iglesia venezolana rechaza al gobierno de manera clara y frontal, y esboza una argumentación articulada no sólo en la denuncia de los males ocasionados por quienes controlan el poder, sino también sustentada en principios morales que justifican, a la luz de la doctrina cristiana, el derecho y el deber de resistir y combatir al tirano. Por ello al comprender la naturaleza del sistema totalitario que se pretende imponer en nuestro país asume una actitud beligerante en el conflicto que sacude a la república.
Con esa misma convicción se pronunció Monseñor López Castillo Arzobispo de Barquisimeto en la celebración religiosa de la Divina Pastora, cuando denunció ante millones de feligreses, al sistema comunista que se nos pretende imponer sembrando de hambre y miseria al país.
Los documentos dados a conocer por nuestros obispos en los últimos años, y especialmente en la etapa de gobierno de Nicolás Maduro, nos recuerdan los planteados por la jerarquía católica en los tiempos de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. En ese entonces, por primera vez en nuestra vida republicana, el clero adopta ante la nación un liderazgo que se sustenta en la exigencia de cambios profundos en el modelo político, social y económico imperante.
La Pastoral del Arzobispo de Caracas Monseñor Rafael Arias Blanco, dada a conocer el primero de mayo de 1957, aparece en medio de una bonanza económica soportada por millonarios ingresos petroleros, que permitieron al gobierno militar la realización de una transformación sin precedentes en el medio físico del país, basada en la llamada doctrina del “Nuevo Ideal Nacional”.
Afirmaba Arias Blanco, “nuestro país se va enriqueciendo con impresionante rapidez. Según un estudio económico de las Naciones Unidas, la población percápita de Venezuela, ha subido al índice de 540 dólares, la cual la sitúa de primera entre sus hermanas latinoamericanas y por encima de naciones como Alemania, Holanda, Austria e Italia”. Sin embargo decía, “nadie osará afirmar que esa riqueza se distribuye de una manera que llegue a todos los venezolanos, ya que una inmensa masa de nuestro pueblo, está viviendo en condiciones que no se pueden calificar de humanas.”
Abogaba por el cumplimiento de la Ley del Trabajo, “con frecuencia burlada”, exigía mejoras en las condiciones del trabajo femenino, y denunciaba que todas las violaciones practicadas en Venezuela contra los derechos de la clase obrera “son hechos lamentables que están impidiendo a una gran masa de venezolanos, poder aprovechar, según el plan de Dios, la hora de riqueza que vive nuestra Patria”.
Y desde el diario La Religión se desarrollaba (para sorpresa de un país sometido a una hermética censura) una campaña destinada a dar a conocer documentos que sirven de sustento y desarrollo de la Doctrina Social de la Iglesia.
El día primero de mayo se publica el texto completo de la Pastoral, y en los días sucesivos aparecen los siguientes artículos: “Solicitud de la Iglesia por la clase obrera”; “El salario familiar y el salario humano”; “Los romanos pontífices y el salario familiar”. El quince, a página entera, se comenta el contenido de las encíclicas Rerum Novarum y Quadragésimo Anno, y se destaca un amplio reportaje sobre la Juventud Obrera Católica. A partir de entonces los púlpitos se convierten en tribunas desde las cuales los curas hablan de libertad y justicia social.
El enrarecimiento de las relaciones iglesia –gobierno se mantiene en creciente tensión. Monseñor Hernández Chapellín, protagoniza, una abierta y sorprendente polémica con el Ministro de Relaciones Interiores Laureano Vallenilla, quien se jacta desde el oficioso diario El Heraldo de las bondades materiales que disfruta el país, bajo una dictadura omnipotente que ha sido capaz de extinguir a los partidos con un simple decreto de ilegalización.
Decía Vallenilla el 6 de agosto que los partidos clausurados no tenían “ni masas, ni mística ni tradición, desaparecieron sin ofrecer resistencia, un decreto y una simple operación policial bastaron para liquidarlos”.
Imbuido en su prepotencia el cerebro gris del régimen sentenciaba finalmente, “son muertos sin dolientes, inclusive entre la parentela más cercana”.
El día 7 el artículo del poderoso ministro es respondido en La Religión por el Padre Hernández Chapellín quien señala, “AD y otros partidos no están muertos. Todo lo contrario. Creer que una idea se mata con una simple acción policial, que se extingue con un “decreto”, es colocar esas ideas en el plano de las cosas materiales. Lo que acontece es que esos partidos no encuentran clima propicio para trabajar a la luz pública. Que tengan campo libre de acción y veremos si es cierta la falta de vitalidad”.
Obviamente en un sistema caracterizado por la censura y la persecución violenta en contra de cualquier disidencia, el atrevimiento de Hernández Chapellín es un duro reto para el gobierno dictatorial, pues la participación de la Iglesia en el debate público significa un nuevo problema difícil de encarar.
Todo ello ocurre en un momento crucial para el país al acercarse el final del período presidencial de Pérez Jiménez. Ante esa realidad los cortesanos que rodean al dictador se ven urgidos en dar respuesta a sus ambiciones continuistas, aún cuando esa ambición implique violar la constitución que el régimen había hecho aprobar en la Asamblea Constituyente de 1952, en la que se establecía claramente que el próximo presidente tendría que ser electo en votaciones libres universales y secretas.
El 21 de noviembre las universidades inician una huelga de protesta que contribuye a aumentar el malestar colectivo por el cierre de esos institutos educacionales, y por la detención de un considerable número de estudiantes enviados a los calabozos de la Seguridad Nacional.
El 15 de diciembre Pérez Jiménez se hace reelegir para un nuevo período de gobierno, mediante un fraudulento e ilegal plebiscito que violenta abiertamente la constitución. Al igual que ahora, el “proceso” estaba por encima del orden legal.
Una Junta Patriótica, organizada por los partidos políticos ilegalizados, actúa clandestinamente y construye enlaces con sacerdotes y militares. Y el primero de enero estalla un primer alzamiento armado que, a pesar de fracasar, deja impresa la evidencia de una profunda división castrense, y de un malestar creciente en las fuerzas armadas.
El polémico Monseñor Chapellín y otros sacerdotes son detenidos acusados de participar en tareas clandestinas. Estarán en la cárcel, hasta que el repique de campanas en los templos anuncie al país el inicio de la huelga general que culmina con el derrocamiento de la dictadura en la madrugada del 23 de enero de 1958.
Mirar aquellos hechos ocurridos hace 59 años y compararlos con los acontecimientos que hoy confrontamos, es igual a constatar una injustificable involución de la política venezolana que nos obliga a luchar por el rescate de la convivencia social, de los valores democráticos, y de los derechos ciudadanos nuevamente escamoteados. Sólo que la lucha de hoy reviste características más complejas y difíciles que las libradas contra aquella dictadura, cuyo despotismo no llegó nunca a alcanzar las corrosivas magnitudes de la supuesta revolución socialista del siglo veintiuno.
Esta vez la radical oposición de la iglesia al sistema que amenaza con imponerse, va más allá del repudio a un mal gobierno o a los planes dictatoriales de camarillas militares tradicionales como las sufridas en Venezuela y en América Latina el pasado siglo.
Ahora, se trata de una lucha por recuperar los valores fundamentales de la nación como conjunto humano con identidad histórica, y con una raíz común que constituye la esencia del pueblo venezolano.
La posición de la iglesia en este tiempo es la justa respuesta a la ofensiva que durante 17 años se ha desatado desde el gobierno, bajo las directrices del régimen comunista cubano y con el fin de prostituir las costumbres y valores que históricamente han caracterizado nuestro modo de ser nacional.
Se trata de responder a la corrupción del discurso público, al odio político, racial y religioso, al involucramiento de nuestro país en conflictos distantes y ajenos, a la penetración del narcotráfico como poder en la estructura del Estado, a la entrega de la soberanía de nuestras fronteras en manos de bandas narcoterroristas, y a la calculada negligencia en el control de nuestra integridad territorial.
Debilitadas gravemente las instituciones, la iglesia católica asume nuevamente un histórico rol protagónico en la defensa de la libertad, la democracia y la dignidad humana de quienes vivimos en esta tierra.