Una profunda tristeza ha inundado al país, es como si el Orinoco hubiera decidido llenar con sus aguas aquellas calles benditas del Sur. Es una tristeza muy injusta. Sin importa cuán graves han sido los errores del pasado, nunca merecimos ser sometidos a esto.
Venezuela ha sido un país en mayúsculas. No ha sido un país sin salida. Sus calles han sido tan amplias y tan llenas de esperanzas que en ellas se libraron los más nobles combates para ser libres. Nuestras calles fueron brazos abiertos para sintiéramos que la patria sí nos puede abrazar, incluso a quienes vinieron de lejos porque Venezuela no era sino esperanza, era un campo fértil de esperanzas. El bendito cielo azul que se nos descubre en el infinito Mar Caribe, desde el Ávila hasta el más hermoso lugar del mundo que nuestra Gran Sabana, donde la inmensidad toda cabe en nuestros ojos, fue la cobija de tantos sueños. Esos sueños que despertaban cuando un nuevo venezolano nacía del vientre sagrado de la mujer venezolana. Los sueños de la juventud recibiendo sus títulos que sólo se justificaban para echarle un camión –como decimos siempre- y no como documento anexo para tomar un país y ver desde la ventanilla de algún avión una tierra a la que quizá no debimos dejar nunca pero la dejamos porque es absurdo.
Esta Venezuela absurda, opaca, sin salida, marginal, hambrienta, no es nuestra. Y tenemos el deber de devolverla y reclamar la nuestra.
No es indolente abandonar nuestra patria. No hay más salidas para quienes apenas empiezan su recorrido. Las madres con sus hijos hambrientos tienen que salir. Los jóvenes que se niegan a entregarles sus vidas a los malhechores, tienen que salir.
Pero al mismo tiempo huir no es la opción definitiva, menos si lo entendemos como un pasaje sin regreso a Venezuela. Esta nación es nuestra, está aquí y está en la humanidad de cada venezolano que ya vive como forastero incluso en aquellos países de donde vinieron tantos y tantos a buscar oportunidades.
El problema central es la indolencia. Debemos admitir que nos hemos anestesiado. Que estos delincuentes que secuestraron al país lograron uno de sus objetivos más abominables: desmovilizarnos, desindentificarnos, hacernos extraños a nuestro país. Aprendimos en estos dieciocho años a convivir con el desastre incluso hasta llegar a ser parte de él. Siempre sentencio que el día que el primer venezolano aceptó hacer una cola de varias horas para comprar algún kilo de comida, no fue tanto un acto de humillación que se aceptó voluntariamente, sino aún algo más grave: el reconocimiento de que el país se nos había ido de las manos, tan lejos que no lo lográbamos ver más.
Y no digo que el país no tiene dolientes. Los tiene. Quien se va y quien se queda es una víctima que engrosa el horrendo padrón de viudas que somos los venezolanos, los sin patria. A quienes nos lo cambiaron todo.
Nuestra desconocida Venezuela sigue confinada en el calabozo de la tristeza, de la angustia, del desánimo y de tantos sentimientos injustos. Porque si algo es hoy nuestra patria es esto, un gran acto de injusticia. Es esa Venezuela la que nos reclama para ya una lucha sincera. Una lucha donde no haya más lucro político. Una lucha que nos haga entender, que nos aterricen los pies en la tierra. Una lucha que nos recuerde que Venezuela fue, es y siempre será esperanza, no tanto por sus verdes llanuras y montañas que algunas veces se rocían con la nieve eterna del páramo, sino por cada uno de nosotros, esta raza tan excepcional que hemos sido los venezolanos. Nosotros los que con orgullo y lágrimas alzamos siempre el omnipotente tricolor en todo lugar porque nuestro país siempre fue una palabra tan sagrada que ha estado por encima de todos los nombres y lugares.
Que el país no se perderá para siempre es cierto. Pero esta prueba es tan severa y dolorosa que es el momento que de reclamarle a nuestras conciencias la valentía para ponernos de pie y decir que ya basta, que no vamos a seguir aceptando que una horda de patoteros y malvivientes mantenga secuestrado al país. No podemos cansarnos, debe ser terca nuestra esperanza en este país sin salida.
Los venezolanos tenemos la obligación de armarnos de paciencia para que ella haga su obra. La paciencia constante y activa que nos hará parir la luz, la justicia, la libertad y la paz que nos arrebataron. Rimbaud, el poeta del adiós ya lo había dicho alguna vez: A l’aurore, armés d’une ardente patience, nous entrerons aux splendides villes.
No podemos tenerle más miedo al parto. Vaya que en esta tierra se han hecho grandes partos y eso no lo podemos deshonrar. En fin, no podemos aceptar se pierda en la barbarie y en las calles inhumanas el amor más grande que tenemos, el amor que siempre ha conjurado nuestros males: VENEZUELA.
Robert Gilles Redondo