En las tres lecturas de este séptimo Domingo del tiempo ordinario nos invita Dios al cumplimiento de la virtud del Amor.
En la primera lectura del libro del Levítico (Lev.19) nos llama Dios, -pero en primera persona y en singular- a „amar al prójimo como a mí mismo“.
El Salmo (S. 102) nos recuerda que Dios es compasivo y misericordioso, que Él perdona “todas tus culpas y rescata tu vida de la fosa para colmarte de gracia y de ternura“.
En la segunda lectura, de la carta a los Corintios ( Cor. 3,16-23) nos recuerda el apóstol San Pablo que nosotros somos templos de Dios.
Y finalmente nos exhorta Jesús en su Evangelio (Mateo, 5,38-48) a no hacer frente a quien nos agravia.
El Señor nos invita a amar, incluso “a nuestros enemigos y a rezar por los que nos persiguen para que seamos hijos de nuestro padre celestial, que hace salir el sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos”.
Está claro que el mensaje bíblico de este Domingo es un llamado a amar al prójimo pero también a quienes no lo son.
Cómo entender semejante invitación en un mundo tan controvertido y tan ajeno a los principios del amor de Dios?
Deberíamos permitirnos, primeramente situarnos en la historia de la salvación del pueblo de Israel.
El mensaje del libro del Levítico se da en dos contextos:
El primero de ellos es la vivencia del éxodo, por parte del pueblo de Israel, que peregrina en el desierto con la esperanza de llegar a la tierra prometida. En medios de esa situación crucial de libertad -no plena- es cuando se da el mensaje de llamado al amor por parte de Dios.
Y el segundo contexto histórico es el exilio de Israel en Babilonia. El libro del Levítico se escribe en medio de esa situación de desesperanza y de exilio, en medio del deseo, por parte de los Israelitas, de estrellar a los hijos de Babilonia contra las rocas por haberlos despojado de la tierra heredada.
En Ambos contextos de la historia de la salvación es coprotagonista el pueblo de Israel: Por una parte, ansioso de ser libre y de heredar la tierra prometida y por la otra, nostálgico de la tierra que el Señor ya le había dado como herencia y de la que fueron sacados a la fuerza.
En medio de esa coyuntura histórica estaba llamado Israel a amar en dos direcciones:
Al prójimo, esto es a todos los miembros de las tribus de Israel, llámense éstos familias completas o personas en particular, anciano cargados de años o niños recién nacidos, personas sanas o enfermas, Israelitas buenos o malos. No hacerlo sería ir en contra de la preservación de las familias, de las tribus y en consecuencia de la supervivencia del mismo pueblo de Israel.
Y a amar al extranjero, al Forastero, al desconocido, bien sean personas, pueblos o culturas, cercanos o distantes. No hacerlo se traduciría en conflictos y guerras interminables, que llevarían a la destrucción del hombre creado a imagen de Dios.
Las vivencias históricas de esclavitud y exilio como experiencias inolvidables son el aliciente para que el pueblo de Israel recuerde y no olvide los años difíciles fuera de sus fronteras y pueda entender que, en el mandamiento del Amor se contiene la vida misma, esto es, en Dios mismo.
Por eso finaliza el llamado de Dios al Amor con la frase: “Yo soy el Señor”.
Ahora bien, porqué se hace cada vez más vigente el nuevo testamento con el llamado de Cristo al Amor?
Y porqué es el mensaje de Cristo contrario al odio y a la violencia?
No olvidemos que nosotros, más que ser parte del pueblo de Dios, – como se consta en las sagradas escrituras- somos “Hijos de Dios, como nos enseñó Jesús en la oración del Padrenuestro.
En consecuencia, por ser hijos de Dios, somos también herederos de la virtud del Amor de Dios.
Si leyéramos por separado la sola frase de la antigua ley “Ojo por ojo y diente por diente” y la contrastáramos con la vida cotidiana de nuestra sociedad, tan maltratada por la violencia, llegaríamos a la conclusión de que la ley del Amor no tiene cabida entre nosotros.
Llegaríamos a la conclusión de que somos una sociedad contraria al mensaje de Amor del Señor. Pero no es así. Todo lo contrario. Creemos, firmemente en el Mensaje del Señor.
También a nosotros nos habla nuestro Señor en el Evangelio de hoy y en nuestra historia viva: “Mas yo os digo: Amad también a vuestros enemigos”
Si pudiéramos llegar a creer que el odio y la venganza son la solución a los males que nos atañen, dejaríamos entonces de ser un pueblo cristiano para seguir preceptos contrarios al precepto del Amor cristiano.
Acaso no le fue robada la túnica al Señor? Acaso no fue mesada su barba, flagelado rostro, desnudado su cuerpo y coronada de espinas su cabeza? Acaso un fue Jesús víctima de la violencia?
Pero de sus labios sólo se escucharon palabras de perdón, antes de ofrecer su vida en la cruz por nuestra salvación.
Entonces sí que tuvo, tiene y tendrá vigencia el mandamiento del Amor de Jesús, que nos habló, nos habla y nos hablará con su ejemplo.
Es Cristo el centro de nuestra fe cristiana y no quienes enarbolan la bandera de la violencia y cargan el peso de la cruz sobre nuestros hombros.
Es Cristo, el Hijo del Dios vivo, quien nos llama a amar para que también nosotros podamos llamarnos hijos de Dios.
Feliz Domingo, día del Señor.