Su aspecto y su nombre imponen respeto: una mole circular de ladrillo con aspecto de presidio conocido como la “Torre de los Locos”. Ahí, cerca del centro de Viena, comenzó a funcionar en 1784 el primer hospital psiquiátrico del mundo, donde se intentaba curar a los pacientes y no sólo mantenerlos encerrados.
Joseph II (1741-1790), emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y un absolutista ilustrado, impulsó la creación de esta institución dedicada a los enfermos mentales, como parte de la profunda reforma que aplicó entonces al sistema de salud de Viena.
Aunque ya había hospitales con departamentos de la entonces naciente psiquiatría, la “Narrenturm” (torre de los locos, en alemán) fue el primer centro sólo para enfermos mentales, dentro del moderno complejo hospitalario que impulsó el emperador.
“Aquí se intentó ya de verdad tratar a los pacientes, no sólo internarlos y cuidarlos. Se ve a los pacientes como enfermos y no como gente que ha recibido un castigo divino”, explica a Efe Eduard Winter, director de la colección anatómica que alberga hoy la torre.
Pese a su aspecto tétrico, que impresiona hasta hoy, los pacientes vivían en condiciones muy aceptables para la época.
A excepción de los violentos, podían salir a pasear al jardín y moverse libremente por el edificio.
Cada una de las 166 habitaciones, en las que sólo se instalaron puertas años después, tenía doce metros cuadrados y alojaban a una o dos personas.
“Más espacio que el que se tiene hoy en algunas habitaciones de hospital”, compara Winter.
Los pacientes se distribuían en categorías como “melancólicos”, “histéricos”, “rabiosos”, “militares locos” o “alcohólicos”.
El tratamiento seguía la teoría clásica de los cuatro humores: bilis negra, bilis amarilla, flema y sangre, a los que se asociaban comportamientos: melancólico, colérico, sanguíneo y flemático.
Cuatro sustancias de cuyo equilibrio dependía la salud. Para lograr ese balance se recurría a la dieta, la actividad física, los baños de agua fría, las purgas y las sangrías.
“Se intentaba conectar de alguna manera el cuerpo y la mente”, explica Winter.
Joseph II hizo de la “Narrenturm” su proyecto personal y en el diseño del edificio se detectan elementos que se creen pueden tener que ver con su supuesta condición de masón o de rosacruz.
Así, el edificio tiene cinco plantas, que representarían los cinco elementos (tierra, agua, fuego, aire y éter) y cada planta 28 celdas, un número que puede referirse al ciclo lunar.
El perímetro de la torre mide 66 “Wiener Klaftern”, (una antigua medida equivalente a 1,8965 metros), un número que se identifica con Dios en la tradición islámica.
El propio emperador disponía de una habitación octogonal en la parte superior del edificio desde la que seguía los tratamientos.
Alrededor del edificio llegó a elevarse un muro cuya función no era evitar que los pacientes escaparan, sino protegerlos de las miradas de los curiosos.
Había cuatro categorías de habitaciones. Las de lujo, en las que sus ocupantes podían incluso tener a un sirviente, costaban un florín por día, que en aquella época bastaba para comprar el pan que una familia de cuatro miembros consumía en un mes.
Medio florín costaban las dos siguientes categorías, una para quienes la financiaban de forma privada y otra para quienes recibían ayuda de fundaciones y obras de caridad.
La cuarta categoría, gratuita, era para personas sin recursos.
A partir de 1820 el psiquiátrico comenzó a usarse también para alojar a enfermos incurables y en 1852 esa era ya su única función, ya que los enfermos mentales se trasladaron a un nuevo edificio.
En 1869 perdió toda función clínica y luego se le dieron distintos usos, desde residencia de enfermeras, consultas de médicos e incluso talleres, aunque el edificio mantiene su estructura original, con las estancias situadas en un pasillo circular con un único acceso, para facilitar la vigilancia y evitar fugas.
Desde 1971, la “Narrenturm”, propiedad de la Universidad de Viena, acoge la colección de patología y anatomía del Museo de Ciencias Naturales.
La colección consta de decenas de miles de muestras, algunas de 200 años de antigüedad, de órganos, piel, tejidos, modelos en cera y dibujos de los efectos de distintas enfermedades, que aún hoy siguen siendo objeto de estudios.
Estos preparados conservados en formol sirven para analizar cómo y hasta qué punto se desarrollaban antes ciertas patologías.
Procesos que ya no se pueden estudiar porque son diagnosticados a tiempo o casos, como malformaciones genéticas, que son tan extrañas que apenas hay ejemplos disponibles.
Tumores del tamaño de una pelota, fetos con ciclopía o hidrocefalia, reproducciones en cera de violentas erupciones cutáneas o malformaciones del esqueleto se exponen en una colección que es visitada cada año por miles de personas y es usada por científicos y estudiantes de medicina. EFE