Primera Parte
Los últimos dieciocho años en Venezuela han sido amargos. Las rotativas de los medios y las redes sociales se han convertido en púlpitos del horror, de la muerte, de la miseria y del retroceso moral al que ha sido sometida nuestra sociedad. El chavismo rompió sin pudor alguno la precaria escala de valores que heredamos del rentismo petrolero, de la vida fácil, de la desviación de la democracia y quizá también de lo que Rómulo Betancourt llamaba “el nuevo riquismo”. En 1977 él, dos veces presidente de Venezuela y el hombre de estado más sólido de nuestra historia contemporánea, advertía que nuestra nación corría el riesgo de podrirse y desintegrarse.
La historia moral o de los valores en Venezuela es algo aún no escrito y yo no pretendo en modo alguno hacer siquiera un esbozo. No es tiempo para ello. Pero debe sí observarse el progresivo deterioro que durante el siglo XX y el siglo XXI ha sufrido la esencia moral de los venezolanos. A nuestra propia degeneración hemos reaccionado con sentimientos de horror y rechazo, como es de esperar, pero también ha empezado a cohabitar con nosotros una extraña fascinación y una impactante resignación ante el mal que nos rodea. Así las noticias criminis y los grandes escándalos de hoy (que no tienen comparación con los del pasado) se someten al relativismo de la cotidianidad y la principal víctima ha sido la misma sociedad venezolana que ha tomado forzosamente como lema de vida el célebre carpe diem.
Y como resultado de muchos eventos nuestro país se ha convertido en una diaria cámara lenta de la escena salvaje del depredador que tras una insistente cacería consigue atrapar a su presa, la cual al final espera con absoluta pasividad su muerte, haciendo algunos tímidos esfuerzos por salir corriendo.
Claro está que nuestro problema no es fundamentalmente moral, es política, es humana, es económica, es cultural. Apenas somos otro eslabón de la crisis mundial. De eso que Benedicto XVI llamó el relativismo moral. Pero aunado a todas las crisis que el chavismo ha desatado está la moral y en esa ellos han conseguido una evidente victoria.
Que nadie se escandalice cuando admito que el narcochavismo ha obtenido una holgada victoria amoral sobre los venezolanos. Esto que somos hoy, una sociedad amorfa, desorientada, incapaz de resistir la inclemente involución que ha significado para nosotros el siglo XXI, lo demuestra. Por muchos valores comprados que puedan haber, como la ex Fuerza Armada Nacional, se hace injustificable el paisaje de horror que tenemos delante y que nada ni nadie sea capaz de pararse, más allá de las palabras, a decir que ya basta.
El narcochavismo ha profesado, como su análogo nacionalsocialismo, una fe inquebrantable en el triunfo de su anacrónico proyecto y tras el desmantelamiento de las instituciones, derivando al Estado en ente fallido, ha conseguido poner al revés nuestra escala de valores sin que eso produzca escándalo, conduciéndonos sin reparos a una extraña conformidad a modo de Síndrome de Estocolmo. Nuestras rabias por la escasez duran lo que una cola para comprar comida o medicinas; la indignación por la gente que come de la basura o perros, lo que demora en subir una foto o un video a las redes sociales. Los crímenes de la inseguridad y la violencia sin control son parte de nuestra cotidianidad y convivimos con eso sin reaccionar realmente.
La odiosa agresión verbal es parte ahora de nuestro gentilicio. Las malas palabras son tan comunes como las colas de tránsito. La marginalidad, como el hecho de estar apartado de los parámetros sociales, es forma de vida asumida por millones de venezolanos. La atroz escasez ha conducido al desbarajuste estético de personas y ciudades. Esto ha sido el chavismo en su triunfo sobre lo que fuimos alguna vez. La impecabilidad que siempre nos caracterizó ya no se ve por estas calles.
Nunca como ahora hemos sido tan violentos. La ley del más fuerte es nuestra Constitución. La impunidad ha dado como fruto escenas atroces que sólo causan sensacionalismos: la quema de personas en vías públicas, los descuartizamientos, el linchamiento, el bullying en las instituciones educativas.
Llevamos dieciocho años intentando cargarnos de razones para detener al chavismo y parece que solo conseguimos estar cada vez más atrapados en el abismo desfondado en el que caímos, sin encontrar la clave para motivarnos de verdad.
El incólume desprecio a la vida que manifiesta el narcochavismo en todas sus acciones es mucho más que temerario. Es inaceptable en pleno Tercer Milenio. Y nada tiene que reaccionar por nosotros. Somos nosotros los que debemos reaccionar. No debe esperanzarnos las tímidas acciones de la comunidad internacional y sus organismos. Debe esperanzarnos nuestro propio valor. No somos una masa, somos una sociedad entrampada pero con una flamante historia que derrotó una y otra vez todos los laberintos en el que fuimos sumidos por caudillos, dictadores y demagogos.
La victoria moral del chavismo son estos dieciocho años que nos retrocedieron a esa Venezuela que apenas existía tras los veinte años de la guerra de Independencia. Pero nuestra victoria como país debe ser nuestra motivación para rescatar de forma urgente nuestra identidad ética. Tenemos cómo y con qué. No podemos seguir cruzados de brazos en atendant les barbares.
En una réplica de d’Alembert a Federico II de Prusia sobre la religión que debía ser el fundamento de la vida social, el matemático le dice:
«El pueblo es sin duda un animal imbécil que se deja conducir a las tinieblas cuando no se le presenta nada mejor; pero ofrecedle la verdad: si esta verdad es simple, y sobre todo, si va directa a su corazón, como la religión que propongo predicarle, no querrá otra».
Para nosotros tal verdad, tal religión debería ser nuestro futuro común como país. Nuestra verdad tiene que volver a ser VENEZUELA, no como promesa incumplida, sino como promesa que al conjuro de nuestra decidida acción conseguirá derrotar la victoria del chavismo.