Alejandra venía del abasto con dos compañeras del colegio cuando vio que un amigo mató de un tiro a otro joven. A los 14 años, ya ha palpado la violencia demencial que azota a los barrios pobres de Venezuela.
Sentada con otros chicos de su edad en el piso de un centro cultural universitario, dibuja sobre un enorme pliego de papel las escaleras de su barrio Antímano, donde un grupo de artistas y activistas sociales busca motivarlos para evitar que caigan en la criminalidad.
“La vida del barrio es complicada. Hay muchos conflictos, peleas, malandros (delincuentes) que andan con armas. He visto cosas feas”, dice la niña en uniforme azul, bajo nombre ficticio para protegerla.
Con la mirada fija en los otros colegiales que lidian con pinceles, Alejandra cuenta a la AFP lo ocurrido hace unos meses cuando su amigo de barrio, menor de edad, mató en la calle, a plena luz del día, a quien lo acusó de robarle una moto.
Como ella, muchos niños de los barrios sufren por la inseguridad, los conflictos y las penurias económicas agravadas por la severa escasez e inflación que sufre el país. Viven en casas apiñadas colgadas de los cerros, adonde llegan por escaleras empinadas.
Pero este día, junto con otros 35 estudiantes de secundaria, bajó de la montaña esquivando camiones, motos y vendedores ambulantes adueñados de la vía pública, para pintar en la prestigiosa Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), a 1 km de su colegio San José Obrero.
“Somos transgresores”
Cundidos de bandas que venden drogas, secuestran, roban y matan por encargo, barrios como Antímano, San Agustín o Petare, donde vive la mitad de los 3,2 millones de capitalinos, sufren el estigma de la violencia, en una sociedad históricamente dividida por un abismo social.
“Somos transgresores. Tratamos de conectar dos realidades, la ciudad formal y la informal. Sembramos una pequeña semilla”, dice a la AFP la artista plástica Natalya Critchley, una inglesa que llegó hace 36 años a Venezuela.
Ella, que ve el arte como una vía contra la exclusión, lidera al grupo que ha trabajado con unos 600 muchachos de siete escuelas de Antímano y San Agustín.
Desde el teleférico de San Agustín, se contempla un enorme mural pintado por los jóvenes en los techos del colegio Don Pedro, que, al igual que el de Antímano, integra la red de Fe y Alegría, institución educativa no gubernamental que atiende a sectores populares.
Desde las colinas de San Agustín se ve la inmensa ciudad de torres modernas junto a los ranchos -como se conoce a las casas de las favelas-. Al pie de la barriada está el Museo de Arte Contemporáneo, donde pinturas de los chicos fueron exhibidas junto a obras de Picasso y Miró.
“Llevar el barrio a un espacio muy formal como la universidad o el museo, que pueden considerarse elitescos, es un gesto necesario para transformar”, dice el periodista y activista urbano José Carvajal, quien guió al grupo de Alejandra al bajar del cerro.
“Un futuro mejor”
Muchos niños y adolescentes de los barrios donde el grupo ha trabajado eran considerados “unos diablos”, según el actor Héctor González. Ahora muchos están en la universidad, cuenta.
No es tarea sencilla. Venezuela, uno de los países más violentos del mundo, tiene una tasa de 91,8 asesinatos por cada 100.000 habitantes, diez veces mayor al promedio mundial. De 28.479 muertes violentas, 9.967 eran menores de 21 años y 854 de menos de 15 años, según la ONG Observatorio Venezolano de Violencia.
“Estos talleres les dan a los niños un panorama diferente al día a día de violencia que viven en su barrio. Conocer otro mundo les ayuda a soñar con un futuro mejor”, opina el profesor Damián Quiroz.
Alejandra vive con su padre, quien trabaja de mototaxista. Su madre la dejó, con dos hermanitos, cuando tenía dos años. El taller de arte, dice, le ayuda a “despejar la mente” y “divertirse”.
Animada por las películas policíacas que ve en televisión, asegura que quiere ser forense, si bien no sabe mucho de qué se trata.
Vuelve al piso a pintar escaleras multicolores, casas con flores y familias sonrientes, en el papel gigante que colgará de una pared del centro cultural, construido con grandes ventanales hacia un jardín, a espaldas de su barrio. AFP