Todo cristiano que esté familiarizado con la palabra de Dios, con la Santa Biblia, se habrá dado cuenta que el Evangelio de San Juan, en concordancia con los tres evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) está adornado con un estilo diferente.
Una de las peculiaridades del Evangelio de San Juan que llaman la atención es que nos proporciona información detallada sobre los acontecimientos de la pasión de nuestro Señor Jesucristo. Y la narrativa sobre Jesús viene acompañada de los largos detalles de la enseñanza de su obra y su doctrina.
El Santo Evangelio de San Juan, de este cuarto Domingo de cuaresma nos presenta la totalidad de su noveno capítulo y una temática que detalla la historia de la fe personal de un ciego de nacimiento que adora a Jesús después que el Señor le abre los ojos y él puede conocerle.
No debe extrañarnos que nosotros, los humanos podamos parecernos en muchos aspectos a otras creaturas. Ver no es algo que sucede desde el mismo instante en que venimos al mundo. En esto nos parecemos a otras, no pocas creaturas. Ver es un proceso. Es algo que se da después del nuestro nacimiento, después del comienzo del camino de nuestra vida personal.
El ciego del que nos habla San Juan no es alguien que haya perdido la posibilidad de recobrar la vista después de tenerla. El Evangelio nos habla de un ciego de nacimiento, de un pordiosero sentado al margen de todos y en quien Jesús obra con amor creador. Ser ciego y poder ver es nacer a la vida. Pero ser ciego de nacimiento y creer es nacer verdaderamente a la vida eterna.
La forma en que Jesús obra no es nada normal pero tiene su explicación en la obra creadora. El Señor se vale de la saliva de su propia boca y del polvo de la tierra para hacer lodo con el que untará los ojos del ciego. Ello simboliza el nuevo nacimiento en Cristo. En el lenguaje del Antiguo testamento crea Dios al hombre del polvo de la tierra y sopla su aliento sobre él.
Pero el Señor, después de untar el lodo, formado con el polvo y su propia saliva sobre los ojos de aquel hombre, le manda lavarse en la piscina de Siloé, que significa (Enviado) para significar el bautismo como comienzo de la vida para Dios.
Poder ver después de haber sido ciego de nacimiento no es garantía de que aquellos que ya ignoraban y marginaban al ciego puedan creer y ser testimonio de la fe. Ver después de ser ciego no garantiza la fe de los otros y por ello tampoco la vida eterna. Ver puede ser, en ese sentido el camino personal de la fe, que abra la interrogante sobre quién es Jesús y el anhelo de conocerle.
Cuando el ciego, a quien Jesús le ha dado el sentido de la vista, es interrogado sobre “qué piensas de Él?”, éste responde con admiración personal y para enfurecimiento de los fariseos:“ Que es un profeta”.
En aquel ciego de nacimiento no sólo se produce el milagro de ver sino muy especialmente el de conocer a Jesús y postrarse ante Él. De tal manera que, lo que para unos es la fe pudiera ser necedad para otros.
Nuestra propia historia en la fe tiene claros testimonios en el Santo Evangelio. También nosotros podemos ser testimonio de la fe que profesamos. A ello nos invita la Santa iglesia.
En este tiempo especial de cuaresma, para que podamos descubrir nuestras propias “cegueras”, lavar y abrir los ojos, se nos ofrece el sacramento de la penitencia en el que el Señor nos da vida en abundancia.
Vallamos a nuestras parroquias y acerquémonos a la confesión, que es como la piscina en la que podremos lavarnos para abrir nuestros ojos y podes ver a Jesús, el Mesías, el enviado del Padre. Amén.
Feliz domingo, día del Señor.