Hace poco más de una década, me topé con determinada pareja de amantes que, entre tantas cosas compartidas como era de suponer, mostraban su común acuerdo de proclamarse adeptos al bando de las «oposiciones». Ella celebraba efusivamente las infelices burlas que él constantemente realizaba (infelices porque las burlas sólo denigran a quien las profiere) de funcionarios del gobierno de ese entonces; en realidad, el mismo de estos días, apartando las insignificantes variaciones en el listado de actores de reparto de la burda tragedia escenificada. Mientras así se comportaban, él mantenía negocios con el gobierno tapando huecos en calles de cierta ciudad de provincia que, maravillas y misterios del mundo animal, nunca desaparecían del todo, a la par que ofrecía empleos en empresas, también del Estado, de cuya existencia, sus «panas», no dudaban en advertirle. Sabiduría popular: así resulta recontra fácil llamarse de oposición.
Tal espíritu colaboracionista, reacio al más elemental fundamento ético, ni por asomo desaparece de estos lares. Por el contrario, pasa el tiempo e impúdicamente pavonea su condición campante. Gobierneros prestos en dudar de la sana marcha del país cuando las confrontaciones internas los dejan fuera del reparto de cargos, retoman rápidamente sus habilidades en emitir loas revolucionarias cuando de nuevo son tomados en cuenta y, sin el prurito propio generado por el respeto a los desasistidos, vociferan a quien quiera oírlos que en este país nadie pasa hambre, el mismo país donde se ordenó cambiar los horarios de recolección de las bolsas de basura para evitar la documentación gráfica del dantesco espectáculo de miles de menesterosos compartiendo o peleándose las sobras.
Empresarios para quienes le es incomodo e irrelevante ennoblecerse con la producción de riqueza, la creación de empleo digno para los trabajadores a su cargo y la dignificación del gentilicio expresada en la marca posicionada por la preferencia del consumidor, se avienen, sin reparo alguno, como consecuencia de su desmedido afán en capturar la mayor cuota posible de renta petrolera, en servir de comparsa para los fines propagandísticos del gobierno históricamente más contrario al productor nacional. Ése que, como resultado de desfasadas, caprichosas y torpes políticas económicas, hizo trizas el parque industrial nacional y mudó el campo venezolano a los pocos puertos que operan; por cierto, para terminar en fracaso rotundo, pues ni siquiera logra adquirir la cantidad real de alimentos y medicinas requeridas y pone a los automovilistas a malgastar el tiempo en búsqueda de estaciones de servicio en las que pasan a engrosar las colas de los necesitados de reabastecimiento. Empresarios (asaltan las interrogantes en relación con el sustantivo) que se hacen los orates cuando se les pregunta por la conculcación adelantada por el oficialismo a la libertad económica. Ambiciosos que sólo contabilizan su flujo de caja y en nada les atañe el destino de una nación empobrecida, vilipendiada, burlada.
Al que no siente vergüenza de los actos indignos que practica, se hace imperativo recordarle que los ha cometido. No vaya a ser que en el mañana soñado por la mayoría, osen desfilar orondos con la cara lavada y la postura del destrozador de vajillas, hábil como ninguno en negar la rotura del plato. En el teatro de la vida siempre se desempeñan papeles tristes pero, sin duda, el más denigrante de todos es el de ser peón del veneno. Lamentablemente, sobran los peleados por ocupar lugar preeminente en la lista de la ignominia.
Historiador
Universidad Simón Bolívar
@luisbutto3