El pasado viernes, fue santo y lluvioso, salió a las calles el Cristo asesinado y desgarrado por la bestialidad de latigazos sin piedad y horror de los pecados que vino a redimir. Lujosamente vestido por la fe popular en urna de cristal, muerto por la crueldad de los guardias y la furia rencorosa de personas con poder.
Rodeado de emoción, de esa esperanza que hasta bandidos y malandros tienen en Venezuela, que une a todos los hijos en una misma reflexión, seguido por el dolor inmedible de la Madre, la Virgen de los dolores, y los más hondos y sinceros fervores venezolanos. No la apacible Coromoto con su Dios-bebé, sino la Madre con los siete puñales de sufrimiento clavados en el pecho doliente.
Pero más allá de esa solemne y siempre conmovedora procesión, otras recorren con furor a demasiados conterráneos.
Para unos, es manifestación de rebeldía contra un régimen que se ha hecho infame e insoportable entre errores, torpezas, mentiras y corruptelas, estupidez de necios que ni siquiera han sido capaces de diseñar su propio salvajismo y trampas con aliento nacional. Han optado por importarlas de las mentes frías y perversas de los hermanos Castro, que llevan décadas de haber echado al mar las llaves de grilletes de un pueblo alegre, próspero y creativo, que el inefable castrismo ha llevado a la sumisión, el hambre y la fuga como principal objetivo de vida.
Gerifaltes venezolanos que años atrás insurgieron proclamando libertad y justicia social, sólo atinaron casi de inmediato acariciar las barbas de carceleros castristas, transformarse en sus capataces en Venezuela.
Figura tradicionalmente detestada en nuestra historia, el capataz ha sido siempre el adulante mulato que bajaba humilde, sombrero en mano y machete respetuosamente guardado, la cabeza ante el amo, y después descargaba la peinilla cruel de su propia vergüenza sobre las espaldas del peonaje, verdugos de los mismos de entre los cuales había nacido y crecido.
Esa procesión de capataces sometidos por propia voluntad y deshonrosos por falta de escrúpulos, por demasiados años ha llevado a esta Venezuela nuestra al creciente desastre que es esta hacienda en otros tiempos rica y generosa, hoy hambrienta escarbadora de basura. Los caporales comen a gusto las sobras de sus amos, el pueblo sólo lo que va consiguiendo y, los menos desafortunados, lo que día tras día consiguen menos en tiendas y bachaqueros que poco ofrecen, pero siempre más caro y difícil de pagar.
Pero simultáneamente hay otra procesión, más sigilosa al mismo tiempo que, por callada, es aún más peligrosa. Es la de muchos capataces que se van dando cuenta de que sus peinillazos y lealtad a los amos atemoriza menos a los peones, que saben que esos humildes trabajadores tienen espaldas para aguantar dolor y sufrimiento, pero también voluntad, brazos y músculos para golpear a los agresores y torcer unos cuantos cogotes, que a base de garrotazos y maltratos han aprendido a defenderse.
Procesión aún más de temer por los patronos, son esos capataces que comienzan a recapacitar dejándose influenciar por su vergüenza y creciente arrepentimiento, recordando que ellos también son peones, lanzando al monte la peinilla para tomar las banderas y furia del pueblo al cual los entrenaron para fustigar.
No somos en Venezuela, como el socialismo tropicalmente interpretado por capataces originales han querido señalar, blancos burgueses y conservadores. Aquí hasta Simón Bolívar tenía sus gotas negras en la sangre, los pobres mulatos, mestizos y negros son respetuosos aunque parejeros, y la democracia nos dio a probar a todos, y nos gustó, ese agridulce sabor de libertad. Los Pedro Camejo surgen de todas las esquinas, nacen y crecen en todos los pueblos, son amigos de los catires Páez que tampoco tienen sangre pura ni ojos azules. En este país habría que contar con los dedos de la mano los caudillos y presidentes de una derecha que, a poco que leamos nuestra historia, nunca han sido poder verdadero.
Busquemos entre empresarios, gerentes, especialistas, profesionales, obreros y encontraremos esa mezcla gloriosa que ha sido siempre característica de lo venezolano, y que le estalló en la cara a los ocupantes españoles aquél 19 de abril de 1810. Esa procesión está corriendo en las venas, almas y temores de los capataces, que van comprendiendo que el espíritu de la libertad no se mata a peinillazos pues de cada golpe sale más fortalecido.
Varias marchas de intensa fe popular hemos visto en esta Semana Santa, el Nazareno, la Madre de Dios, el Santo Sepulcro, entre otras. Pero entre ellas y rodeada pero no asfixiada por los gases, soportando perdigones, porrazos y codazos, marcha con fuerza estruendosa la gran procesión de la reconquista de la libertad, democracia y dignidad.
Una procesión que lleva en hombros el pueblo venezolano hacia un nuevo 19 de abril 2017.
@ArmandoMartini