Daniel R. Headrick, profesor de Historia y Ciencias sociales en la Universidad de Roosevelt, describe el pretorianismo como un militarismo hacia el interior, propio de las naciones de orden menor, que no pretende hacer ni ganar guerras, sino mantener su influencia en el sistema político, controlar las decisiones que afecten a sus intereses o apoyar a una facción política.
Dejando de lado la frase “políticamente incorrecta” relativa a que hay naciones de orden menor, la definición aplica a lo que son o han llegado a ser las FANB en Venezuela: un ejército al servicio, no de un Estado, sino de un partido enquistado en el poder: el PSUV.
Porque definitivamente es así. Bajo la conducción del general Vladimir Padrino López, el ejército ha dejado de ser una institución defensora de la Constitución y de las Leyes. Ni siquiera es –de acuerdo al léxico marxista-leninista- un aparato represivo al servicio de una determinada clase. Es simplemente la tropa de un grupo de poder que ha roto con la Constitución. Un grupo (mafia o pandilla) que mantiene secuestrado al Estado y a sus instituciones, en contra de la voluntad de la inmensa mayoría de la ciudadanía.
Podríamos discutir si bajo una dictadura el ejército asume siempre un carácter pretoriano. Pero lo que debe quedar fuera de toda discusión es que toda dictadura, por definición, es militar. No basta por lo tanto decir que en Venezuela hay dictadura. Hay que decirlo con toda sus letras. Se trata de una dictadura militar aunque quien ocupe el gobierno sea un bailarín. El ejército venezolano es parte de la dictadura. En consecuencias, derrotar a la dictadura es derrotar al ejército.
Muy fácil decirlo, me dirán. ¿Cómo piensas tú derrotar a un ejército armado hasta los dientes? La pregunta sería imposible de responder si ciertas experiencias históricas no hubieran mostrado que derrocar a dictaduras militares, incluso a las más feroces, es perfectamente posible.
También en Venezuela –aunque nadie puede determinar con exactitud el cómo y el cuando- la dictadura será derrocada. Tengo la impresión, incluso, de que ese momento ya está cerca. Pues ese momento ocurre no cuando una dictadura es ilegítima (todas las dictaduras lo son) sino cuando la ilegitimidad se hace presente en los propios cuarteles militares.
Los militares, como el resto de los seres humanos, no son (todos) autómatas. Pueden cometer horrorosos crímenes, eso está fuera de duda. Pero muchos los cometen porque creen en razones superiores que los justifican. Hasta que aparece la duda. ¿Existen de verdad esas razones superiores? ¿No me estaré condenando al infierno si aprieto el gatillo y asesino a ese joven sin armas que nunca me ha hecho nada?
Hasta los monstruos necesitan del aura de una mínima legitimidad. Pinochet, un asesino de tomo y lomo, alguien que no vacilaba en mandar a matar a antiguos compañeros de armas, cuando fue derrotado por el plebiscito (5 de octubre de 1988) eludió su responsabilidad y solicitó al Estado Mayor que decidiera como actuar frente a esas multitudes que se agolpaban en las calles. Probablemente esperaba que sus generales optarían por un segundo golpe de estado similar al del 11 de Septiembre de 1973. Afortunadamente el general de aviación, Fernando Matthei, decidió reconocer públicamente la derrota electoral antes de que se impusiera la locura. Los votos de un pueblo políticamente organizado lograron así derrotar al ejército mejor armado del continente.
Una escena similar aparecería poco tiempo después en Berlín Este, el 9 de noviembre de 1989, cuando multitudes al grito de “nosotros somos el pueblo” avanzaron hacia ese muro que en pocas horas sería convertido en ruina arqueológica. Erich Honecker, tan desesperado como Pinochet, reunió a los dirigentes del Partido. La pregunta pudo haber sido la misma: ¿Qué hacer? El resto es conocido: Margot Honecker, la dictadora –así la llamaban “cariñosamente” los alemanes- exigía lanzar las tropas a las calles. Pero los comunistas de la RDA, al igual que los generales de Pinochet, entendieron que ya no contaban con ninguna legitimidad para embarcarse en un genocidio de gigantescas magnitudes. Entre ser juzgados por tribunales competentes o pasar a la historia como grandes asesinos, eligieron la primera alternativa. Hicieron bien. Los que todavía viven reciben todos los meses el dinero de su jubilación.
Ese día de octubre terminó una historia cuyos comienzos inmediatos tuvieron lugar en mayo de 1989 cuando grupos de disidentes organizados en “Das Neue Forum” se decidieron a protestar en las calles en contra del fraude electoral que tuvo lugar en las elecciones comunales. La consigna principal de la oposición, hasta el día de la caída del muro, fue “queremos elecciones libres”. En Marzo de 1990, cuatro meses después de la caída del muro, tuvieron efectivamente lugar esas elecciones. Ellas consagraron el fin de la dictadura y la unidad de la nación. Como en el Chile de 1988, en la RDA de 1989 los votos derrotaron a las balas.
Siempre ha sido así. La consigna central que ha llevado al fin de todas las dictaduras ha sido la de elecciones libres. Lo fue incluso en la Cuba de Batista, cuando Fidel Castro entró a La Habana (1.01.1959) a hacerse del poder abandonado por la dictadura, frente al clamor creciente por elecciones libres de una oposición organizada en cuatro partidos (Ortodoxo, Auténticos, Partido Socialista Popular (comunista) y 26 de Julio), la iglesia y los sindicatos del país.
El mismo Fidel Castro, desde su discurso titulado “La Historia me Absolverá” (1953), había insistido en dos temas: la vigencia de la Constitución de 1940 y la celebración de elecciones libres. Que Fidel Castro haya traicionado después a la revolución democrática sobre la cual se montó, es otra historia. Pero sin ese clamor general por elecciones libres, los guerrilleros nunca habrían podido hacerse del poder. Quizás habrían sido exterminados como conejos, como ocurrió a la guerrilla del Che en Bolivia, la que nunca exigió elecciones o algo parecido.
En fin, podríamos recurrir a muchos otros casos hasta completar un libro. Pero esa no es la idea. (Por cierto, también me acuerdo del Grupo de los 12, que reunía a las principales organizaciones anti-somocistas, una de cuyas exigencias centrales era la celebración de elecciones democráticas en Nicaragua).
Para decirlo en forma de síntesis: en todos los modernos procesos de democratización encontramos la misma constante histórica; y es la siguiente: la caída de las dictaduras, y por ende, la derrota de los ejércitos dictatoriales, ha ocurrido no cuando las dictaduras han perdido su fuerza militar, sino cuando han perdido su legitimidad. El deterioro de esa legitimidad, a su vez, se hace manifiesto cuando la ciudadanía comienza a luchar por derechos avalados en constituciones, incluso en aquellas impuestas por la dictadura. El principal de esos derechos -podríamos decir, el derecho de todo derecho- es el derecho a voto. En Venezuela ese derecho mantuvo su vigencia durante todo el periodo de Chávez. Si solo fue así porque Chávez se sabía ganador, carece de importancia. El hecho objetivo -lo ven incluso algunos chavistas- es que Maduro aparece, aún ante sus partidarios, traicionando al legado de Chávez.
No olvidemos: la adhesión de las fuerzas armadas venezolanas al gobierno de Hugo Chávez provenía de tres fuentes:
1- El carisma político del caudillo
2- La pertenencia profesional de Chávez al ejército.
3- El origen constitucional de su gobierno refrendado en elecciones periódicas.
Ninguna de esas tres razones tiene valor durante la dictadura de Maduro. El presidente carece en términos absolutos de carisma. Nunca ha sido militar. Y, no por último, ha violado a la propia Constitución de Chávez, hoy hecha suya por la inmensa mayoría del pueblo venezolano.
Esas son las razones que explican por qué las reivindicaciones exigidas por la oposición -entre las que se cuentan, la liberación de los presos políticos, la soberanía de la AN, el fin de las inhabilitaciones, la aperturas de canales humanitarios, y otras – cobran sentido en la medida en que se articulan a la exigencia por elecciones libres.
Gracias a esa palabra, elecciones, todo el mundo democrático apoya hoy día al levantamiento popular, democrático y nacional que tiene lugar en Venezuela. Elecciones es la palabra que ha hecho posible a la insurrección popular en contra de Maduro. Es la que despoja a las balas asesinas de cualquiera legitimidad. Es la que llevará a la derrota del ejército dictatorial. Es, en fin, la palabra a la que no se puede renunciar.
Si esas elecciones serán de carácter regional o general, lo determinará la oposición a su debido momento según las circunstancias que se presenten en el futuro más próximo. Las regionales aparecen hoy como las más adecuadas para continuar la ruta constitucional. Pero la anticipación de elecciones generales las podría provocar el mismo régimen si continúa obstinado en usar a la tropa para masacrar a un pueblo que quiere ejercer, antes que nada, el derecho a voto. Ese mismo derecho consagrado en la constitución venezolana y en todas las constituciones democráticas de la tierra. Las elecciones, y nada más, son las fuentes de la legitimidad política de nuestro tiempo.
Venezuela no tiene por qué ser una excepción a la regla histórica. La razón política deberá imponerse mucho más temprano que tarde a la razón militar. Allí, también, como en tantos otros países, los votos derrotaran a las balas.