Rulfo y Revolución Bolivariana, por Norberto José Olivar

Rulfo y Revolución Bolivariana, por Norberto José Olivar

thumbnailnorbertojoseolivarRulfo era un hombre triste. Ni existencialista ni despechado, solo triste. Una tristeza que le venía de la violencia a la que sobrevivió de niño. Su abuelo y su padre fueron asesinados. Su madre murió cuando él apenas llevaba cuentas de nueve o diez años. La hacienda familiar fue saqueada y prendida en llamas por el afamado bandolero Pedro Zamora, de quien huyó en varias ocasiones y que, más tarde, hizo su personaje. De manera que desde chico fue algo “nómada” en cierto sentido: evasiones, orfanato, tíos. Y junto a sus hermanos, en esa errabunda suerte, acabó por crecer sin asiento propio, acaso llegaría a sentirse una especie de “paria” entre los suyos.

La Cristiada (1926-1929) fue otro episodio sangriento que calaría en su memoria. Uno de sus tíos participó en esta guerra (a favor del presidente Plutarco Elías Calles) contra los cristeros (milicias de laicos, presbíteros y religiosos que se resistían a la restricción de la iglesia católica sobre bienes de la nación y procedimientos civiles) que Rulfo nunca pudo asimilar. Se sabe que, cuando no aprobó el ingreso a la universidad, el seminario católico fue su única opción. Luego su tío, ya coronel de la guardia presidencial, lo ayudó a ubicarse en un puesto de la Secretaría de Gobierno porque, según cuentan, no veía que su sobrino se encarrilara como era debido y de esperar. Pero allí no pasó de ser un oscuro empleado. Melancólico. Callado. Y faltón. Y aunque siempre ocultó, por razones obvias, su pasantía por el seminario católico, este sembraría en el joven Rulfo, otro elemento distintivo para sus relatos tras el estudio del «Espíritu Eclesiástico» y la «Vía Purgativa e Iluminativa»: la percepción de un aura fantasmagórica de la cotidianidad mestiza mexicana.

Dice Reina Roffé que, el joven Rulfo, aprendió literatura en los cafés. Y encerrado en algún cuarto de las casas de sus tíos. Esto lo acomplejó y lo hizo inseguro. Hablaba poco de literatura de manera sistemática y crítica. Se dedicaba más a contar sobre sí mismo cuando lo requerían en público. Lo cierto es que su narrativa es bastante extraña. Sus personajes apenas si están esbozados, son meras marionetas fantasmales. La verdadera protagonista de casi toda su obra es la tristeza. Una tristeza tan rara que no sé cómo logra retratar aspectos casi ontológicos de la América Latina. Nos dio cierta identidad metafísica. Es como si desde su escritura practicara ya su otra pasión: la fotografía. Puede que esta sea una explicación viable: sus textos equivalen a esas gráficas instantáneas donde aparece un muerto que nadie da razón de cómo llegó al sitio. Pero que está y deslumbra. Y asusta.





Según Richard Chase (1957), la imaginación es configurada por las contradicciones y no por las unidades y armonías de nuestra cultura. Roffé nos dice, entonces, que Rulfo es producto de «un país entregado al desencanto por el fracaso de la utopía y la pervivencia del caciquismo, instalado en la muerte en sus más variadas formas, desde el asesinato de sus líderes a la delación y la violencia gratuita». Y que, en Pedro Páramo (1955), pongamos por caso, «persiste el amargo sabor de haber destruido todo para que todo permaneciera igual». La orfandad, el desarraigo de los lugares de su infancia, las bandas de forajidos de la revolución mexicana y las revueltas cristeras «darían cuerpo y sustancia a los fantasmas de una violencia que Rulfo habría de procesar» de tal forma, que una vez evacuado aquel sombrío universo, terminó por convertirlo a él en una especie de Bartleby. Y en espectro. El mismo Rulfo lo diría, en 1979, en Bogotá: «Soy un fantasma, no existo».

Hablo de Rulfo no por casualidad, sino porque su desgracia fue total: sin padres, sin casa y sin patria. Quizás exagero y sea más bien como dice Elena Poniatowska: huérfano de padre, madre y gobierno. Y todavía así, llevó sus muertos a cuestas. Esos muertos eran su hogar, su auténtica casa. Y desde allí escribió. Pero nada de esto que leo en, Juan Rulfo. Las mañas del zorro (2003), de Reina Roffé, lo hago pensando en Rulfo sino en mí mismo. ¿De qué sirve leer si la lectura no se hace contemporánea y regional? La biografía de Rulfo es, puesta en contexto, la autobiografía ajena de los escritores venezolanos de este tiempo. Si por lo general el tiempo de la vida y el tiempo del mundo no logran conciliarse, la literatura hace este milagro. El lenguaje es nuestra única arma y salvación. La eternidad accesible. Rulfo lo demostró, por eso sus textos siguen vivos con todos esos muertos encima. Muertos que nos mantienen con vida. Como podría decir Roffé, la literatura venezolana está obligada a procesar, a  dar cuerpo y sustancia a una violencia desmedida que está creando sus propios fantasmas. No necesito dar contemporaneidad explícita a Rulfo, o a Roffé; un lector sin mucho aviso ni clarividencia, habrá recorrido las primeras líneas de este artículo pensando, de alguna manera, o preguntándose sin más complicación, lo inevitable: ¿cuántos Rulfo habrá, en este momento, escribiendo en Venezuela? Sería gravísimo lo contrario, bien es verdad.

 

@EldoctorNo