Eran las siete de la noche y el restaurante estaba vacío. La llevé a mi sitio favorito de la ciudad —es informal, pero acogedor con sillas y mesas de plástico al aire libre, y música en vivo, a veces—. Las pizzas son las mejores.
Artículo publicado en The New York Times en español
Por Carlos Hernández
Yo estaba nervioso, no había tenido una cita en mucho tiempo. María es una estudiante de Ingeniería Eléctrica con un moñito y los labios pintados de rojo. ¿De qué hablar en una cita cuando tu país está derrumbándose? Afuera del restaurante, fuera de la burbuja en la que yo me quería meter, la gente estaba protestando y cayendo asesinada por una dictadura sangrienta.
Vivo en Ciudad Guayana, una urbe industrial, en el sureste de Venezuela. La oposición no es muy fuerte aquí y la participación en las protestas no ha sido importante. La mayor parte de la acción que aparece en los titulares de la prensa ocurre en Caracas, la capital. Pero he hablado con gente que cargó un muerto, con alguien que pide dinero en la calle, y con alguien torturado por las autoridades. Yo mismo la he pasado muy mal y protesto. Necesitaba ese descanso, después de la votación fraudulenta del 30 de julio, se iba a poner peor.
Yo mismo he pasado tiempos duros. Incluso jóvenes profesionales como yo han pasado hambre y mi hermano mayor casi muere porque no podíamos encontrar una inyección para tratar una reacción alérgica. Así que me uní a las marchas a los tribunales para demandar el respeto a la constitución, pedir la libertad de los manifestantes que han sido arrestados y honrar a aquellos que han muerto.
Aquel martes necesitaba un descanso, necesitaba esa cita. El domingo siguiente el gobierno efectuaría un fraudulento referendo para crear una asamblea constituyente que le daría un poder ilimitado para cambiar la Constitución. Las cosas solo se pondrían peor.
“Ustedes son los primeros que llegan, están casi abriendo el negocio. ¿Qué desean?”, preguntó el dueño con una sonrisa mientras, sentado solo en una de las mesas, tomaba una cerveza y revisaba el celular. Llevaba la cabeza rapada y vestía una camiseta negra con el logo del negocio, el nombre “Portofino” en letras blancas con una “P” larga y curveada que formaba la silueta de una guitarra.
Terminaba de llover, y las mesas y el piso de ladrillos seguían mojados. De las varias lámparas, solo una servía. Pero la mala iluminación que en otras circunstancias es agradable, solo acentuaba lo gris del local. Sonaba reggae en el fondo.
“¿Quieren un par cervezas? Hay Polar”.
“¿Qué más hay?”.
“Eso es todo lo que hay. El distribuidor no apareció hoy”.
“¿Pero no tienes ni refresco?”.
“Ni refresco”.
Mucho menos iban a tener las pizzas.
Ese martes íbamos por el día de protesta 116 desde que el Tribunal Supremo de Justicia, controlado por el ejecutivo, había arrebatado sus poderes a la Asamblea Nacional, y teníamos más de cien muertos por choques con fuerzas de seguridad y grupos paramilitares del gobierno.
Ese martes no era el mejor día para salir. La oposición había anunciado más protestas y había llamado a un paro nacional y a trancar las calles a partir del miércoles durante 48 horas. El viernes, se realizaría una protesta masiva en Caracas. Y luego de eso, quién sabe qué. Martes era el día de comprar comida y prepararse para lo que viniera. El itinerario de protestas había sido anunciado y prometían que cada día de protesta iba a ser más fuerte que el anterior. Era una suerte de tregua.
Por un momento, María y yo no supimos si sentarnos en una de las mesas o irnos. No había mucho que hacer allí, pero no queríamos dejar pasar el día de “tregua” y de date. Allí mismo, de pie, el dueño comenzó a hablar sobre lo difícil de mantener el restaurante, como disculpándose por lo triste de su local. “La gente no se siente segura para salir de sus casas, con todo lo que está pasando todo el mundo se quiere quedar encerrado”.
Le respondí que muchos no salían porque no les alcanzaba el dinero y, sin darme cuenta, ya estábamos hablando del colapso del país, lo que no quería hacer esa noche. Nos sentamos. Mi hermano, quien pasaría a recogernos en su auto, no atendía el teléfono. Y el dueño seguía hablando y quejándose de que la crisis estaba matando el negocio. Dijo que debido a varios tiroteos solo quedaban dos de los cuatro bares de la calle Caruachi, que él llamaba “calle Tarantino”, por el número de gente que matan allí.
María no bebe. Yo pedí una cerveza, como para no desperdiciar el viaje.
“En estos días contratamos a un comediante de Valencia, pero tuvimos que cancelar la presentación, no pudo venir porque las calles estaban trancadas”, afirmó y luego agregó: “Si esto sigue, yo cierro y me voy para Puerto Rico, tengo familia allá”.
Ese día por la mañana salí a comprar lo que pude. Los supermercados estaban llenos de gente haciendo lo mismo. La escasez de comida no era tan grave como el año anterior, pero solo porque los venezolanos son tan pobres que no pueden comprar. Compré arroz, plátanos, papas y yuca. Muchos llevaban dos o tres kilogramos de arroz en los brazos, sus compras para el apocalipsis eran tan pocas que no era necesario llevar el carrito. Para este momento ya se les debe haber acabado.
No sabíamos qué iba a pasar exactamente, pero teníamos miedo.
A las ocho, ya estábamos listos para irnos. El pana me deja la única cerveza —que tomé a mitad de precio por no tener cambio suficiente—. Encima de todo tenemos una crisis de efectivo.
Afuera, ya los negocios empezaban a cerrar. María y yo decidimos ir al principal centro comercial de la ciudad; con suerte, conseguiríamos algo que no esté a punto de quebrar y salvamos la noche. Estaba casi vacío también, pero pudimos ver la última función de Mujer Maravilla. Estuvimos las dos horas y veinte minutos sin pensar en el país, las migraciones masivas o la gente comiendo de la basura. Pero apenas salimos, volvimos a la realidad: ya nos esperaban unos niños pidiendo dinero para comer.
María y yo nunca logramos comer esa noche, pero quedamos en vernos de nuevo.
El domingo de la votación ilegal para la constituyente llegó. Fue un día horrible, el peor hasta ahora. Se reportaron entre 10 y 16 muertos en todo el país y muchísimos más heridos. Yo me enteré de la violencia por WhatsApp, escuchando notas de voz de gente asustada con sonidos de detonaciones en el fondo. Ese día en Ciudad Guayana, mi ciudad, la ciudad tranquila, hubo varias personas heridas.
Carlos Hernández, un economista, es columnista de Caracas Chronicles.