La extrema humildad de Sócrates, quien aseguró no saber nada de nada, contrasta con la superlativa vanidad de los que aseguran sabérselas todas. Éstos yerran con demasiada frecuencia, sobre todo en el terreno político actual, haciendo muy poco caso de los consejos, sugerencias o recomendaciones de las personas que saben más por viejos que por diablos.
Los más avisados dirán de un modernidad líquida, pues, al dirigente promedio sólo le atrae la degustación mediática de sí, encargando por lo general los 140 caracteres que redondean su fama con una recurrente aparición televisiva. Por lo general, no cultiva una disciplina o una mera afición alterna a su ocupación principal, que sea capaz de abrir otros horizontes de interpretación más allá de los burdos hechos que suplen a otros en esta circularidad abierta por la barbarie que arribó al poder en 1999, contaminando a propios y a extraños.
Sería ocioso, por ejemplo, convertir el debate público en una confrontación lacaniana o junguiana de los hechos y sus personajes, pero luce obvio que todo aquél que nunca siguió y admiró a un pitcher estelar, esperó por la nueva obra de su novelista favorito, lidió con un asunto econométrico, le intrigó la teoría de las cuerdas, preguntó sobre la retroventa, trató de imitar el riff de su guitarrista favorito, garabateó algunos versos o coleccionó suplementos de Superman de niño, tiene una mirada estrecha para el ejercicio político. Carece de otros elementos de vivencia y de interpretación, tan indispensables en la hora actual.
Nunca antes, tuvimos una crisis histórica sin una intelectualidad convincentemente comprometida y, además, con un liderazgo político que se le acercara en inquietudes y frutos. Valga la digresión, porque siendo – de Weber para acá – tan específica la política como profesión, ésta no se explica sin la reflexión, la vivencia y la experiencia a la que únicamente puede accederse con la paciencia y la modestia necesaria.
Buena o mala intención aparte, siempre nos preguntamos sobre el bloqueo de todo diálogo entre dictadura y oposición, insatisfechos con las respuestas que teníamos a la mano. Sobre todo, porque no acarreaban o acarrean – aparentemente – costo político alguno y pasan ilesos sus protagonistas del fracaso de 2014 al de 2016, anunciándose ahora otro.
En días pasados, Carlos Blanco tuvo una poderosa intuición que ilustra muy bien el tamaño del desafío que toca desesperado a nuestras puertas: es un asunto cultural (https://mnwey.awslvpni.com/2017/09/27/carlos-blanco-sindrome-del-ex-radical). Hicimos nuestra la actitud fatalista de los antiguos radicales que, por un lado, no saben negociar sino desde sus debilidades, y, por el otro, paradójicamente, tratan y fustigan a los radicales del momento, por muy desarmados que se encuentren, haciéndose eco de la prédica oficial.
La interpretación que puede ocasionar otras (agregaría la sempiterna espera por el botín de guerra que supone toda negociación, desde el Tratado de Coche para acá), se nos antoja como una novedad provechosa que no sólo aporta un político de probada trayectoria en el oficio, sino el intelectual que nunca ha dejado de ser, como solía ser antes el promedio de los que fatigaban un partido (algo más que un club de bolas criollas). Se dirá inútil el señalamiento del síndrome del ex – radical, acomplejado por el soldado que hoy lo hipoteca, pero una lectura atenta al artículo de Blanco, ofrece pistas para ensayar otra táctica y otra estrategia desde la oposición, por ágrafa que sea, como es la dictadura.
@SosolaGuido