La tiranía, para Aristóteles, es un gobierno unipersonal ejercido en función del interés del propio gobernante y llevado a cabo al margen de la Constitución. Es, a su juicio, la forma de gobierno más nefasta y perniciosa: contiene los vicios típicos de la oligarquía y la demagogia y sólo se conserva sobre la ruina de la sociedad entera. El tirano, considera, así mismo, es la degradación del buen monarca, un demagogo transformado en déspota y oligarca gracias al ejercicio interesado del poder.
Aristóteles cree que hay buenos y malos gobiernos y piensa que es posible distinguirlos entre sí. La monarquía, la aristocracia y la república constituyen, a su juicio, buenos gobiernos: poseen las aptitudes necesarias para ejercer el poder, gobiernan en función del bienestar general y atienden el bien común de los gobernados, utilizan la razón y la virtud como sus principales medios, se someten a la Constitución, respetan la voluntad general y consiguen erigir Estados justos o bien ordenados. La tiranía, la oligarquía y la demagogia, por lo contrario, constituyen, en su opinión, malos gobiernos: no poseen los méritos necesarios para ejercer el mando, dejan de lado el bien común de la sociedad y gobiernan en función del interés particular del gobernante, no se someten a la Constitución, se imponen por la fuerza, convierten a sus apetitos en la autoridad suprema y dan lugar a Estados perturbados e injustos.
La tiranía, según Aristóteles, es uno de los malos gobiernos, la degeneración de la monarquía: el gobierno de un hombre llevado a cabo para atender su propio interés; no el de sus gobernados. A diferencia de la monarquía, la tiranía no depende del consentimiento de los ciudadanos, no “se sostiene por la moderación” ni “se conserva apoyándose en los amigos”; por lo contrario, es impuesta en contra de la voluntad general, se sostiene por el uso inmoderado del control y la violencia y sólo se conserva “desconfiando perpetuamente” de los amigos (“todos los súbditos quieren derrocar al tirano,” pero “sus amigos son los que están, sobre todo, en posición de hacerlo”).
La tiranía, según Aristóteles, es la forma de gobierno más funesta y perjudicial. No sólo privilegia el interés privado del mal gobernante y desatiende el bien común de los gobernados, convierte a todos los que están bajo su dominio en meros instrumentos de los apetitos e intereses del tirano. La tiranía, según su propia opinión, contiene además los vicios propios de la oligarquía y de la demagogia (los otros dos malos gobiernos). Como la oligarquía, la tiranía tiene un interés especial por la acumulación de bienes externos y la molicie: “sólo piensa en la riqueza, que es la única que puede garantizarle la felicidad de su guardia y los placeres del lujo”. Como la demagogia, acosa de manera constante y sistemática a los ciudadanos más capaces, eminentes o destacados: adopta “el sistema de guerra continua contra los ciudadanos poderosos, la lucha secreta y pública para destruirlos, los destierros a los que se les condena”.
El tirano, sostiene Aristóteles, es un mal gobernante, un monarca envilecido: “no tiene en cuenta los intereses comunes y sí sólo el suyo personal”; su mayor aspiración “es el goce” (no la virtud) y “piensa principalmente en dinero” (no en el honor). “Gusta de la adulación” y se hace rodear “viles cortesanos, que no hacen otra cosa que adular perpetuamente”. Considera “a los hombres de bien” “enemigos directos de su poder” (“estos rechazan todo despotismo como degradante”, “no son capaces de hacer traición”, “tienen fe en sí mismos y obtienen la confianza de los demás”). Prefiere a los hombres malvados que “son útiles para llevar a cabo proyectos perversos”. Hace a los extranjeros sus verdaderos amigos y se siente más a gusto entre ellos que entre sus conciudadanos: “es costumbre del tirano convidar a su mesa y admitir en su intimidad a extranjeros más bien que a ciudadanos”. Y arregla su seguridad con ellos: “la guardia de un rey se compone de ciudadanos; la de un tirano, de extranjeros.” Sus conciudadanos, por lo contrario, sentencia Aristóteles, “son a sus ojos enemigos”.
El tirano, precisa Aristóteles, es un demagogo devenido déspota y oligarca. Un antiguo adulador de las masas que se “ha ganado la confianza del pueblo calumniando a los principales ciudadanos”. Al llegar al poder, el demagogo encumbra al pueblo y aniquila la soberanía de la ley. En el proceso, se transforma en el amo del Estado y del pueblo (el más perverso e indolente amo). Sin embargo, el antiguo charlatán no sólo tiene el gusto del mando; tiene además una marcada debilidad por el lujo, el dinero y la riqueza. Con el poder absoluto en sus manos, estos bienes llegan con mucha facilidad y en gran abundancia a sus haciendas. El antiguo demagogo y nuevo déspota consigue, así, luego del ejercicio del poder, convertirse en un nuevo hombre: un oligarca (un nuevo rico carente de virtud e ilustración), uno de aquellos que en otro tiempo tanto se molestaba en criticar.
Para Aristóteles, las tiranías se sostienen por medio de dos vías opuestas. (I) En el primer caso, llevan a cabo un conjunto de acciones con el propósito de conseguir básicamente tres cosas: el abatimiento moral de los súbditos, la gestación de la desconfianza entre los ciudadanos y el empobrecimiento de los gobernados.
(a) Las tiranías intentan abatir moralmente a sus súbditos: buscan destruir sus capacidades, arruinar sus aptitudes y corromper su carácter. Lo hacen, observará Aristóteles, “porque las almas envilecidas no piensan nunca en conspirar.” Por eso es común ver a las tiranías “reprimir toda superioridad que en torno suyo se levante; deshacerse de los hombres de corazón”, “ahogar la instrucción y todo lo que pueda aumentar la cultura”, “impedir todo lo que hace que se tenga valor y confianza en sí mismo”.
(b) Las tiranías se esfuerzan, así mismo, en impedir que surja la confianza entre los ciudadanos (hacen “todo lo posible para que los súbditos permanezcan sin conocerse los unos a los otros”) y, cuando ésta existe, procuran destruirla (buscan “sembrar la discordia y la calumnia entre los ciudadanos; poner en pugna unos amigos con otros e irritar al pueblo contra las clases altas, que se procura tener desunidas”). Las tiranías buscan dividir, fragmentar, sembrar discordia en toda la sociedad, porque “no se puede derrocar una tiranía mientras los ciudadanos no estén bastante unidos para poder concertarse”.
(c) Las tiranías buscan, además, “empobrecer a los súbditos”, someterlos a ciertos “trabajos que tienen un solo y único objeto: la ocupación constante y el empobrecimiento”. Las tiranías empobrecen y extenúan a sus súbditos, nos recuerda Aristóteles, porque “no se emprende ninguna cosa imposible”: “derrocar la tiranía cuando no hay los medios de hacerlo”. Una sociedad sometida a la pobreza y a la búsqueda imperiosa de sus recursos de subsistencia es una sociedad sin medios, sin oportunidades y sin tiempo para conspirar o atentar en contra de la tiranía.
(II) En el segundo caso, precisa Aristóteles, el tirano debe tomar la apariencia de un buen gobernante: debe ocultar sus excesos y verdaderos intereses, debe simular las virtudes del buen monarca e imitar algunas de sus acciones: “Es preciso que el tirano aparezca entre sus súbditos no como déspota, sino como un administrador”, “no como un hombre que hace su propio negocio, sino como un hombre que administra los negocios de los demás, “aparentará que se ocupa de los intereses públicos”, “ha de procurar con el mayor esmero dar pruebas de una piedad ejemplar”, debe intentar captar “con sus maneras el afecto de la multitud”, “es preciso que se muestre completamente virtuoso o, por lo menos, virtuoso a medias y nunca vicioso o, por lo menos, nunca tanto como se puede ser”.
No obstante, a pesar de todas las precauciones que el tirano pueda acometer a su favor, la tiranía, para infortunio del tirano, nos recuerda Aristóteles, es uno de los gobiernos menos estables. La tiranía, en su concepto, es un gobierno intrínsecamente inestable. Bajo ella, la sociedad y el gobierno se encuentran continuamente enfrentados e irreductiblemente enemistados. Aristóteles pareciera compartir la misma intuición de Platón al respecto: un Estado bajo la tiranía es un Estado bajo una guerra civil encubierta o postergada.