En 1968, en medio de la lavativa que echaban las empedernidas guerrillas que nunca fueron tales, según el propio Domingo Alberto Rangel, y los fortísimos rumores golpistas de inspiración bien lejana al que efectivamente se dio y encabezó Velasco Alvarado en Lima, un par de noticias forenses estremecieron a la Caracas política. La una, relacionada con el recurso interpuesto por ante la Corte Suprema de Justicia (CSJ) instalado con dificultades el Congreso, y, la otra, referida a la denuncia hecha contra los parlamentarios faltantes a las sesiones, por ante la Comisión Especial de Enriquecimiento Ilícito (CEEI).
Año electoral, los independientes o los que llegaron con esa bandera en los comicios de 1963, coparon las directivas de las cámaras y, cuestionados los actos de instalación, la Sala Político-Administrativa (antes no existía la Sala Constitucional en una CSJ, sin dudas, más seria y convincente), conoció del asunto, aunque nunca lo resolvió, pues, hacerlo después no tenía objeto, dejando que un grueso libro ilustrara sobre el caso y que todavía – esperamos – debe estar en las arcas de la Biblioteca Nacional. Año electoral, al fin y al cabo, descendió todavía más el porcentaje histórico de inasistencias de senadores y diputados, por lo que Mariano La Rosa los denunció a todos, calculando en millones de bolívares las pérdidas para la nación, por cierto, expediente que nunca pudimos localizar y consultar, incinerado ya el recuerdo mismo.
Ayer, no hubo el debido quorum en la Asamblea Nacional (AN), remitiéndonos al viejo y nunca bien ponderado Congreso de la República. En éste, era recurrente el fenómeno, pero también muy concreto el costo político que representaba para los partidos indisciplinados, generando – muy de vez en cuando – el escándalo de rigor hasta que, acumulado y asaz distorsionado, ayudó a deslegitimarlo por los cauces de la antipolític,a haciendo del desprestigio del Capitolio Federal uno de los elementos que ayudaron a Chávez Frías a llegar a Miraflores.
A través de los efectivos de la Guardia Nacional que preguntan a las puertas del Palacio Legislativo el nombre del diputado que va a sesión, impidiéndoles la entrada de no revelarlo, la tal constituyente o, mejor, su directiva, sabe cuántos cumplen con su deber en la AN o, por lo menos, del deber de asistir. Lo peor es que, fuera de todo control, como si no hubieren los parlamentarios del oficialismo abandonado sus funciones, ella – la tal constituyente – acusa de vagos a la otra – la AN – en una dinámica perversa del lenguaje orientado a vaciar de sentido todo cuerpo deliberante, pues, la mentada vagancia afecta más a la primera que a la segunda: ahora, reparemos, al parlamentario de oposición no se le permite abordar los aviones, fuere pública o privada la empresa; sortea todos los peligros en las carreteras, si es que todavía tiene carro; a falta del regular salario, difícilmente cubre los gastos de traslado, comida y de hospedaje en Caracas, siendo muy contados los casos de aquellos que tienen guarda-espaldas (¡todo un lujo!); y, en fin, una revisión exhaustiva, añadida la junta directiva, de la asistencia a la cámara puede dar cuenta de muchas de las vicisitudes padecidas, aunque los haya que prefieren – justo el martes o jueves de sesión – ir a un programa de televisión o radial, en lugar de una sesión ya cantada por la baja rotación de los oradores en un mismo partido.
Érase la inasistencia nada calamitosa de los congresistas de antaño, en contraste con los asambleístas de hogaño, pues, en la dura y extendida coyuntura del presente, interpelando más al liderazgo o a la jefatura que al grueso de los diputados que son tales, por primera vez, pierde sentido, legitimidad y justificación el parlamento. Perdonen por pensar mal, pues, hay modos de arrodillarse: la tal constituyente no ha tenido la necesidad de cerrar formal, abierta y contundentemente la AN, pues, ésta, se ha encarado de hacerlo, colapsándose con lentitud Valga la coletilla, lo peor del asalto al Congreso de 1848 no fue la muerte de varias personas, entre ellas, algunos parlamentarios, de suyo demasiado grave, sino el arrodillamiento y sostenimiento por dos largas décadas del monagato, excepto los Fermín Toro que hoy los tenemos y debemos buscarlos.