4:15 a.m. en Villa del Rosario. El viento sopla frío y exactamente 22 grados marca el termómetro en el puente Internacional Simón Bolívar. Se escucha el rumor del río Táchira… La tranquilidad está a 45 minutos de disiparse, para darle paso al bullicio de miles de historias que atraviesan los 315 metros de largo de la de concreto, donde se entremezclan en los dos carriles de circulación culturas, costumbres, arraigos, afectos, intercambio comercial, economía, contrabando y una larga lista de etcéteras que une a ambos países. Así lo reseña laopinion.com.co
A escasos 100 metros del puente, en el parque Rotary de la Parada, la venezolana María Lozano, de San Cristóbal, durmió toda la noche allí esperando que abrieran el paso. Se le hizo tarde el día anterior para cruzar. A su lado, otras 30 personas más aguardan como ella, con maletas que sirven de almohadas y chaquetas que hacen de cobijas.
4:45 a.m. A María la despierta la voz de dos vendedores: uno, ofrece tinto, se sienta muy cerca de ella. El segundo grita: “¡Compro cabello, es solo el volumen, mami!”, lanza su oferta a cualquier mujer con larga cabellera que pase. La venezolana levanta su cabeza y al ver movimiento de gente que camina a su mismo destino, se lava la cara con agua de una botella, y lista: inicia su regreso a San Cristóbal.
Los seis torniquetes de acero inoxidable del puente tienen su contador en cero. Pero apenas el reloj toca las 5 a.m. en suelo colombiano, y las 6 solo 152 metros más allá, en Venezuela, comienzan a girar sin detenerse ni por un segundo durante 15 horas.
María es una de las primeras en salir. Detrás van cinco hombres, cada uno con un saco de harina de trigo colombiana. Es harina de contrabando para panaderías venezolanas.
Los caleteros cruzan sin impedimento; sin embargo, a otros 10 que los siguen con más bultos los detiene la Policía antes de llegar al control migratorio. “No nos dejan pasar, porque están ustedes aquí”, les dicen a los reporteros.
Por el otro carril camina Jorge Luis, 24, de Isla Margarita. Viene apurado desde San Antonio, donde vive. Se aleja rápido de los funcionarios del Instituto Colombiano Agropecuario (ICA) mientras pregunta a alguien: “¿Pasó Carlos, logró pasar?” Ambos llevaban unos 20 aguacates cada uno, que venden a mil pesos en Cúcuta. “Con esto y unas frutas que venda, llevo el sustento a casa para mi esposa y mi bebé de 2 meses”, confiesa.
Le sigue un tropel de personas cargadas de flores navideñas, hortalizas, granos, verduras, galletas dulces, panes, artesanías, cartones, plásticos rotos. “Paso todos los días el puente con Dios en la boca, para que no me paren, porque a veces los funcionarios se ponen duros. Yo llego hasta Villa del Rosario, entro a algunos barrios vendiendo, pero hasta Cúcuta no me meto, porque es más lejos, y trato de regresarme a más tardar las 3 de la tarde, para atender a los muchachos. Pero hay compañeros que se devuelven a las 6, cuando está anocheciendo… Prefiero no arriesgarme”, explica la venezolana Janeth Rondón mientras camina con su carrito rumbo a La Parada, su primer punto de venta.
5:20 a.m. Se abre el paso vehicular (restringido desde 2015). Unos buses de la Gobernación de Norte de Santander van hasta San Antonio a buscar a los estudiantes del Megacolegio La Frontera.
El sol comienza a recalentarlo todo. Algo pasa en Venezuela: hay un tumulto… “Personas discapacitadas, de la tercera edad, embarazadas y con niños en brazo, por favor entren por acá”, explica un soldado de la Guardia Nacional a quienes hacen una fila eterna, mientras con ayuda de funcionarios de Migración Colombia (MC) abre paso para ese grupo.
Ricardo Antúnez, 21, ingeniero industrial, entra a Colombia hacia 8:30. Seca su rostro con un pañuelo mientras cuida su maleta y las de otros cinco amigos. José N., 56, ataba las ocho maletas a una carreta de metal oxidada. Antúnez no le quita el ojo a las maletas, pero tampoco a sus amigos dispersos. “Salimos de Puerto La Cruz el domingo a las 4 de la tarde y estamos llegando apenas hoy martes a Cúcuta. Algunos vamos a Perú y otros a Ecuador. Yo tengo 10 meses de graduado, pero me ha sido imposible encontrar trabajo en Venezuela. Y así la mayoría de mis amigos, unos son administradores, contadores”, relata aprehensivo…
Primer corte en cifras
9 a.m. Ya han llegado 7.875 venezolanos y 3.761 colombianos, dicen los torniquetes. De ambos lados se han ido 8.182 personas, entre ellas la joven Andreina Cañaz, de Socopó (Barinas). Vino temprano con su padre, que desconsolado la abraza con toda su fuerza. Ella llora. Arrastra su maleta y camina desganada hacia el puesto de control terrestre. Va a que le sellen el pasaporte, motivo de su drama.
“Me da tristeza que solo pude estar un mes con mi familia… Vine de vacaciones, porque tengo tres años en Guatemala trabajando. Pero me pone mal que el pasaporte está por vencerse, y no puedo volver a salir de Guatemala hasta que no se solucione su vigencia por medio del consulado. Hacerlo por la página del Saime (Servicio Administrativo de Identificación, Migración y Extranjería) en Venezuela es un imposible”, relató la joven.
La joven se cruza con el bumangués Armando Aguilar, que muestra un papel en que dos veces se lee Fátima. Es una prima que hace 35 años él no ve. “A esta ‘pelaita’ no la veo desde que tenía como 10 años. Viene de Acarigua, con su hijo”. Después de más de una hora de espera, la pareja se reencuentra en medio de abrazos y bendiciones. Es casi mediodía y el sol hierve.
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