El cinco de diciembre de 1958, el profesor de la Universidad Central de Venezuela, Edgar Sanabria, para entonces presidente de la Junta de Gobierno instaurada luego del derrocamiento de la dictadura militar encabezada por el general Marcos Pérez Jiménez, firmó el Decreto Ley número 458, la Ley de Universidades. Mediante ese memorable acto legislativo se le otorgó a estas instituciones públicas de educación superior, su derecho a decidir por sí mismas en materia académica, administrativa y electoral. Esto último significa darse su propio gobierno con base en la selección que en este sentido haga la comunidad universitaria, sin imposición de ningún poder extraño al campus. La trascendencia de lo ocurrido en esa fecha radica en el reconocimiento indiscutido de que sólo con apego irrestricto al principio de autonomía, pueden las universidades honrar el compromiso irrenunciable que mantienen para con el desarrollo del país.
Por las razones anteriores, cada cinco de diciembre, se celebra el día del profesor universitario, manera simbólica de aplaudir la noble tarea que decenas de miles de compatriotas despliegan con ahínco, la cual se concreta en generación de conocimiento y formación de los profesionales que la sociedad requiere. La pregunta obligada es si en la Venezuela de hoy, que a todos se nos ha obligado a sufrir más que a vivir, más allá de celebrar su convicción y vocación, los profesores universitarios tienen razones para alegrarse con la efeméride. Un dato pequeño, no por ello exento de dramatismo, ayuda a construir la respuesta.
A la fecha, si un profesor titular, el mejor pagado del escalafón, en el caso hipotético de que haya comprado vehículo años atrás porque hoy no tendría forma alguna de hacerlo, amén de que no lo tiene asegurado pues no hay manera de que pueda pagar la prima correspondiente, se viera en la necesidad de reponer un neumático de dicho automóvil, tendría que destinar, en promedio, la totalidad de su sueldo por seis meses. Esto implica, literalmente, que el referido profesor debe guardar su sueldo integro durante el lapso señalado y no gastar en nada, absolutamente nada (léase: comida, transporte, vivienda, medicinas, colegio de los hijos, o cualquier otra cosa que el lector tenga a bien agregar), para adquirir el bendito caucho. Claro está, tan sobrehumano esfuerzo sería inútil desde el principio, pues en caso de que materialmente fuese posible realizarlo (obviamente, no lo es), de nada serviría. Hambriento, exhausto, mal vestido, el mentado profesor universitario llegaría al mostrador para encontrarse con la irracional noticia de que el caucho en cuestión aumentó su precio, cuando mínimo, tres o cuatro veces. O sea.
La interrogante es retórica: ¿es ése el tratamiento que se merecen los hombres y mujeres que enseñan cómo sanar enfermedades, cómo construir puentes seguros, cómo aumentar la productividad en fábricas y sembradíos, cómo educar a niños y adolescentes, etc.? Indigna la situación. No hay sociedad que salga adelante cuando un capital humano tan valioso es menospreciado a tal grado sin justificación ni explicación alguna. Pero, que quede claro para los verdaderos dolientes: pese a estar tan infamemente pagados, pese a trabajar con las uñas, los profesores universitarios no abjuran de la loable misión que por voluntad indeclinable han asumido con decoro y alegría.
«Vivan profesores», reza la letra de cierto himno hermoso. Lástima de país donde sus gobernantes jamás han entonado el Gaudeamus Igitur.
Historiador
Universidad Simón Bolívar
@luisbutto3