Ángel y Graciela son dos enfermeros graduados, que se conocieron en la clínica donde trabajan. Al poco tiempo de comenzar a salir, se mudaron a la casa de ella, en el barrio Andrés Eloy Blanco, en el 23 de Enero, en Caracas.
Por Por Héctor Torres. @hectorres / Vértice
Además de la vida, comparten su descontento con el rumbo que lleva el país y su deseo de manifestar la necesidad de un giro de timón. Quizá vivir en un barrio controlado por el chavismo era suficiente incentivo para salir al encuentro de gente que estuviese tan descontenta como ellos.
Es por eso que, sin ser militantes de ningún partido, acudían a todas las concentraciones que convocaba la oposición durante ese 2014. Al principio, tratando de pasar desapercibidos cuando salían de casa, a efectos de eludir el control que ejercen en su zona los grupos armados que apoyan al gobierno. Pero con el tiempo fueron relajando sus precauciones, y comenzaron a salir con sus gorras tricolores, primero, y con sus banderas de Venezuela, más adelante, convencidos de que la fuerza de la costumbre les había otorgado el derecho a expresar abiertamente su posición política. Lo tomaron como una pequeña victoria. Un avance ganado a pulso. Una anécdota de su aporte a la vuelta a la civilidad.
Pero una vieja ley humana señala que cuando las cosas parecen fáciles, hay razones para preocuparse. Y fue así como una de esas tardes en que Ángel volvía a casa agotado tras una dura guardia en la clínica le salieron al paso dos tipos. No les hizo falta presentarse, porque todo el barrio sabe quiénes son y en qué andan.
Sin perder tiempo en cortesías, uno le dijo:
-O tú y tu jeva se dejan de mariqueras escuálidas o les vamos a dá unos tiros.
Y, convencidos de la elocuencia de sus argumentos, se dieron la vuelta. Ángel siguió su camino sin apurar el paso, como le enseñaron en casa que se debe actuar ante los matones, pero preocupado porque, después de todo, no había tenido tiempo de desarrollar un tejido afectivo muy sólido en el barrio como para que alguien intercediera entre él y un cañón de pistola automática.
Aunque no conocía a Ángel ni a Graciela, Yamir Tovar vivía en el mismo barrio. Y militaba en la misma creencia de la necesidad de un cambio. Y, por tanto, también asistía a las concentraciones de Altamira. Solo que él participaba en la primera línea de combate. Una noche, desde la plaza Pérez Bonalde, en Catia, donde está la parada de la línea de jeeps que sube al barrio (la misma que usan Ángel y Graciela) envió un mensaje de texto a su casa informando que estaba por llegar. Era el mecanismo mediante el cual se cuidaban unos a otros los miembros de su familia.
Apenas abordó el jeep recibió un inusual mensaje de Fabián García, vecino y compañero de lucha, quien le pedía que lo esperara para subir juntos al barrio. Había algo en ese mensaje que lo hizo bajarse del jeep para desandar sus pasos, receloso, hacia la estación Pérez Bonalde.
Lo complicado de la vida es que nunca sabremos cuál de esas decisiones que tomamos a diario es la que, precisamente, no debimos haber tomado.
En ese punto estaba Yamir mientras buscaba a Fabián entre la gente, cuando pasó por una edificación que queda al lado de la estación. Un edificio pequeño que fue sede de la policía y que ahora se encuentra en manos de los autodenominados “colectivos” que operan en la zona.
Para valernos del recurso de la elipse, diremos que, efectivamente, encontró a Fabián. Y que ese encuentro selló su destino. El de ambos. Ninguno de los dos llegó a su casa esa noche. Ni ninguna otra.
Tampoco contestaron las decenas de llamadas que les hicieron sus angustiados familiares. Desde entonces y hasta después de desencadenarse los hechos, muchas fueron las versiones e hipótesis que corrieron entre los vecinos, pero todas conducían a esa calle no muy escondida de Los Flores de Catia, donde sus cuerpos fueron hallados, a la mañana siguiente, amordazados, maniatados y con múltiples impactos de bala.
Una de las versiones señala que a García le habían quitado el celular para escribir el mensaje que serviría de anzuelo para pescar también a Tovar, y que los habían secuestrado en la sede del grupo y de allí, en la madrugada, los trasladaron al sitio donde los asesinaron. Otra, que habían sido entregados a esos grupos por cuerpos de seguridad del Estado, para que se hicieran cargo.
A juzgar por un detalle, que no pasa desapercibido, no será fácil esclarecer los hechos: a la funeraria se presentó un funcionario del ministerio del Interior e informó a los deudos, de forma parca y diligente, que el gobierno nacional se encargaría de los gastos, los cuales incluían el entierro en el cementerio del Este.
Ese punto de inflexión que hizo que Yamir se devolviera del jeep donde ya estaba montado, fue el que hizo que Ángel tomara una decisión mientras caminaba en silencio hasta su casa: no volver a participar nunca más en las marchas opositoras.
De asesinatos extrajudiciales en las cínicamente llamadas Operación de Liberación del Pueblo, de muertes en “enfrentamientos con una comisión”, o en otras extrañas circunstancias, de desaparecidos que aparecen en cárceles (o sin vida, como el caso de los muchachos del veintitrés), de actuaciones irregulares de los cuerpos policiales, de allanamientos sin orden judicial, tenemos en Venezuela para hacer una enciclopedia del horror. En una escalada hiperbólica durante estos últimos tres años.
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