Lo que está ocurriendo con la representación venezolana ante la Organización de las Naciones Unidas (ONU), es de una gravedad excepcional si es que cabe tamaña calificación cuando se ha convertido el asunto en regla de todas nuestras misiones diplomáticas en el mundo, por más importante que sea un Estado con el que compartimos en la OPEP, por ejemplo. Faltaba un detalle para ponerlo de relieve: la reclamación del Esequibo que no responde, precisamente, a los intereses cubanos.
Consabido, la reclamación volvió directamente al despacho de la Secretaría General de esa tan elevada instancia internacional, cambiando la rutina que marcó el Acuerdo de Ginebra. Una somera revisión de la prensa digital, muy bien da cuenta de las numerosas y sistemáticas diligencias realizadas por el gobierno guyanés en las oficinas de Antonio Guterres, tan extremadamente pendiente del asunto que, a pesar de las diferencias, distancias y abusos, el presidente David Granger informa de un modo u otro a la oposición en Georgetown.
Prácticamente vencido el plazo para remitir el Esequibo a la Corte Internacional de Justicia, a menos que el vecino país oriental lo desestime y quién sabe a qué precio, la embajada venezolana de Nueva York se encuentra sin titular, pues, fue destituido Rafael Ramírez para colocar a Samuel Moncada, quien ejerció la cancillería por una brevedad pasmosa y funge de confiable bombero para toda vicisitud diplomática. Sin embargo, cursan apenas un par de detalles: viva, inequívoca y expresamente señala la Constitución que esa y otras embajadurías, debe autorizarla la Asamblea Nacional; y, en lugar de atender los problemas inmediatos que justifican la propia sede de Nueva York, pierden el tiempo en dirimir lo que es, en propiedad, manifestación de una intensa purga interna del chavismo. Vale decir, por encima de los intereses nacionales está el de la preservación a rabiar del poder.
Ahora bien, no siempre fue así y, por muchos problemas y desatinos que caracterizaron a la diplomacia venezolana, sobre todo después del emblemático 1958, la regla fue la de tener una política exterior sobria y coherente, confiada a quienes – por lo general – desempeñaron sus responsabilidades con la sobriedad y la coherencia que se esperaba, contando con un estable personal de carrera que así lo aseguraba. Por más que lo mandase el partido dominante, no era fácil tramitar el nombramiento definitivo del candidato a una embajada que, por lo menos, se nos ha dicho, debía superar las impertinencias de algún parlamentario, fuere o no del bipartidismo, en la comparecencia ante la Comisión de Política Exterior; y era mucho el riesgo de escandalizar, generando el costo político correspondiente, con un atrevido lance nepótico en la burocracia del extranjero y, con mayor razón, cuando la persona agraciada no tenía idea de las complejidades de las materias que debía atender, distintas de las compras en la Quinta Avenida.
Érase la misión venezolana en la ONU, ataño, manejada con esa sobriedad y coherencia que no nos cansamos de repetir, teniendo al frente embajadores sobrios y coherentes. Ojalá a alguien le diera por revisar la nómina de los titulares y del equipo de Nueva York antes de 1999 y podrá apreciar, además, cómo la defensa de los intereses venezolanos en el Esequibo gozaban de una extraordinaria coordinación y, por ello, con Marcos Falcón Briceño a la cabeza, desde la Asamblea General de la ONU en Londres, por 1962, arrancó una definitiva Política de Estado que no sobrevivió al siglo XXI.