De toda negociación y negociador se esperan hechos, no palabras. Incluso, cuando se sabe del fracaso.
Precisamente, el peor de los fracasos no es el del desacuerdo que obliga de nuevo a trillar el camino de las diferencias y coincidencias, sino el de la fácil capitulación, sin agotar todas las diligencias posibles. Esto depende de las destrezas – incluso – innatas para negociar, considerada la experiencia según la gravedad del objeto de negociación, ya que, de lo contrario, dando igual negociar o no, un actor quedará por siempre a la merced del más avispado.
La negociación política tiene una naturaleza y características propias, aunque el negociador cuente con alguna hazaña en las lides judiciales, mercantiles o laborales. Ayuda, mas resulta insuficiente.
En la división social del trabajo político, cuando los había en la mínima acepción duvergeriana, los partidos exhibían a sendos especialistas en la materia, cuyo inicial entrenamiento consistía en la endiablada conformación de los cuadros de dirección con motivo de los comicios internos. O, si del parlamento se trataba, a propósito de la designación de alguna autoridad púbica, adelanto de las investigaciones, distribución del presupuesto o aprobación de las leyes.
Digamos, consciente o inconscientemente, esta tradición le debió mucho a nuestros grandes traumas históricos, sobre todo con el descenso – más de las veces, estrepitoso – de las dictaduras. Una personalidad como la de José Giacopini Zárraga, por ejemplo, destacó por sus habilidades de negociación al precipitarse el trienio adeco o el gobierno de Pérez Jiménez, porque – aún sin poder evitarlo – atenuó la caída más allá de lo que podemos imaginar. Y, acotemos, en última instancia, a nivel del Estado, fueron más de 40 años de curtimiento de conocidos o desconocidos negociadores para saldar el problema de las conspiraciones de derecha e insurrecciones de izquierda, afrontar asuntos como el del Golfo de Venezuela o el Esequibo, lidiar con el Acuerdo de Cartagena o el Fondo Monetario Internacional, sabiendo distinguir entre el aspecto esencialmente político y el técnico, y aún entre la presencia de los decisores fundamentales y sus colaboradores más cercanos: Santos y Timochenko, sólo se sentaron a la mesa para avalar el proceso de discusión, pero otros fueron los esgrimistas cotidianos, por ilustrar el caso colombiano de esencial y aleccionador cuño político que, faltando poco, se inscribe en lo que universalmente se conocen como procesos de paz, con un sentido y unas reglas específicas y diferentes.
Lo que ha ocurrido en República Dominicana, no se compadece con estas habilidades, experiencias, tradiciones acumuladas y, en definitiva, proceso alguno de paz. La mayor calamidad es que, sabiéndolas fracasadas, comenzando por la definición misma del evento, las faenas de diálogo, negociación, conversatorio, tertulia o encuentro casual e inadvertido, aventajado por el receso navideño, ha quedado en el limbo para la única interpretación práctica de la dictadura que tiene en su haber dos cosas: erigirse como una mayoría fraudulenta y dividir a la oposición por obra de sus agentes dizque unitarios.
Limbo que es el del fracaso mortal para un sector improvisado y fanfarrón de la oposición que, al interpretar – esta vez – la sentencia latina, la llevan a los confines del refrán: lo que importan son las vacas y no las palabras. Siendo el caso, ni comida hay, como no puede llamarse liberación de presos a una vulgar manipulación de rehenes. Acotemos, no sin saludar al amable lector en este, el último artículo del año, ese sector más cerca de reeditar el Tratado de Coche, con sus firmantes, Pedro José Rojas y Antonio Guzmán Blanco, que el de esfuerzo genuino y unitario que, por cierto, tampoco supieron negociar al interior de la oposición para conservar justamente su mejor ventaja: la unidad.
@SoslaGuido