Decir que un año es electoralmente activo en América latina, es atemporal. Es una frase que puede usarse perfectamente en cualquier momento. Pero es que las elecciones en una región políticamente tan inestable como la nuestra, donde es difícil encontrar proyectos de país a largo plazo, y las políticas son siempre correctivas; son fundamentales para el fortalecimiento de la gobernabilidad, sobre todo por las alianzas que los gobiernos (muchas veces debilitados) pueden fraguar con los nuevos aliados presidenciales. Contar con un nuevo presidente en la región, que sea afín a las convicciones ideológicas (o a la falta de estas), resulta estratégicamente indispensable.
Después de las izquierdas populistas que tuvieron su máxima expresión en la primera década del siglo XXI, en el marco de grandes liderazgos carismáticos y el alza sostenida del precio de los commodities, llegó la hora de pagar las cuentas. Es muestra de esto la victoria de Piñera en segunda vuelta el pasado 19 de diciembre en Chile. Pero no nos adelantemos, veamos cómo se desarrolló el calendario electoral a lo largo de 2017.
El 19 de febrero, Ecuador asistía a unas elecciones generales (presidenciales, legislativas y parlamento andino). Estos comicios estaban antecedidos por un tristemente celebre fallo de la Corte Constitucional, que consideró que la posibilidad de la reelección indefinida no tenía que ser sometida a una consulta popular, sino que le daba la potestad al Congreso, de mayoría oficialista, para enmendar el texto constitucional.
En efecto, los parlamentarios eliminaron todos los obstáculos para que un mandatario se postule indefinidamente, con la salvedad de que no era de aplicación inmediata. Por lo tanto, Correa precisaba de un delfín, Lenin Moreno.
Guillermo Lasso sería el candidato de “Alianza por el Cambio”, encabezando la única fórmula que pudiera hacerle frente a un oficialismo con pretensiones hegemónicas, con publicidad en todos los medios oficiales y con todo el poder del Estado respaldando la continuidad de Alianza País.
Después de una primera vuelta en la que Moreno aventajaría por más de un millón de votos (11 puntos porcentuales) a Lasso; la segunda vuelta se definiría por solo 200 mil votos, de un padrón de casi 13 millones de electores habilitados.
Lenin Moreno se impondría por menos de tres puntos porcentuales a Guillermo Lasso, y lo demás es historia. Hoy, Moreno ha enfrentado a Correa y a gran parte de la dirigencia de Alianza País, goza de una alta aprobación en Ecuador e incluso fuera de sus fronteras, e impulsó la consulta popular para, entre otras cosas, eliminar la reelección indefinida y con esto asestar un duro golpe ideológico al correísmo.
En Argentina, aunque no se celebraban elecciones presidenciales, se presentaban las elecciones de medio término, en las que se renovaba la mitad de la Cámara de Diputados y un tercio de la Cámara Alta.
Después de las Primarias Abiertas Simultaneas y Obligatorias (PASO) celebradas en agosto, en las que Cristina Fernández había obtenido una magra victoria sobre el candidato a senador de Cambiemos, Esteban Bullrich; la atención de estos comicios nacionales se centraba en la provincia de Buenos Aires, que, aunque es uno de los 24 distritos que conforman la Argentina, concentra casi el 40% de los electores (12 millones de un total nacional de 33).
No había un mejor escenario para que se reeditara una elección entre el krichnerismo, sediento de resurrección, y Cambiemos, deseando asestar un golpe definitivo; que la provincia de Buenos Aires.
El saldo lo conocemos todos. Cambiemos, con un candidato prácticamente desconocido, le ganaría por muy poco la elección a la ex presidenta (por ocho años) de la nación en la categoría de senadores. Más allá de que con esta elección no cambiaría de manera determinante la conformación del Congreso, significó un importante espaldarazo a la gestión de Macri; cuya coalición consiguió a nivel nacional más del 40% de los votos. Solo Alfonsín y Menem consiguieron hacer una elección de medio término tan buena.
En noviembre se celebrarían las elecciones generales en Chile, con un factor novedoso, la irrupción de una fuerza política con amplio apoyo popular que no formaba parte de las coaliciones tradicionales post dictadura.
A las candidaturas de Sebastián Piñera (Vamos Chile) y Alejandro Guillier (Nueva Mayoría), se sumaba la de la periodista Beatriz Sánchez, a través del flamante Frente Amplio.
Sánchez fue la gran ganadora simbólica (20% de los votos en su primera elección) de una primera vuelta en la que Piñera consiguió muchos menos votos de los que pensó, e incluso, de lo que proyectaban las encuestas; y Guillier, por poco más de dos puntos, consiguió aventajar al Frente Amplio y colarse en una segunda vuelta en la que fue apoyado por Carolina Goic, de la democracia cristiana, Marco Enríquez – Ominami, ya en su tercera candidatura presidencial consecutiva; y la misma Beatriz Sánchez. El lema era claro, todos en contra de Sebastián Piñera.
Sin embargo, el ex presidente no solo se impuso en la segunda vuelta, sino que además consiguió una ventaja contundente de nueve puntos, cuando las encuestadoras, otras de las grandes derrotadas, hablaban de empate técnico.
Dos de las notas negativas del 2017 se la llevan Honduras y Bolivia, y ambas por lo mismo, la reelección.
En el país centroamericano la reelección presidencial estaba prohibida constitucionalmente desde 1982. Ya Manuel Zelaya había intentado, sin éxito, reformarla para volver a postularse, con el lamentable resultado que recordamos.
Sin embargo, la Corte Suprema de Justicia emitió el fallo para permitir a Juan Orlando Hernández postularse nuevamente a la presidencia, no sin reclamos de la oposición y la comunidad internacional.
En este escenario, se celebraron las elecciones el pasado 26 de noviembre. En unos comicios recordados por un escrutinio lento y opaco, el clima de crispación y violencia generalizada, el Tribunal Supremo Electoral declaró, después de veintiún días, al presidente Hernández como ganador por poco más de 50 mil votos de ventaja sobre Salvador Nasrralla.
Tan desastroso ha sido este proceso electoral, que incluso la OEA, que contó con una Misión de Observación Electoral, encontró suficientes irregularidades como para pedir que se realicen nuevas elecciones.
Por último, no quisiera dejar de comentar el caso de Bolivia. Dentro de este grupo de líderes que se consideran irremplazables o imprescindibles en América latina, y han impulsado las reelecciones (indefinidas o no), está Evo Morales.
El MAS, movimiento político de Morales, motorizó una iniciativa para que se realizara una consulta popular con el objeto de eliminar las prohibiciones a la reelección. De esta manera, en febrero de 2016 se celebró dicha consulta, y la propuesta del oficialismo fue rechazada por la mayoría de los bolivianos.
Sin embargo, Morales, que ejerce la presidencia desde el año 2006 (en enero se cumplirán 12 años), no cede ante la voluntad popular y a través de un fallo del Tribunal Constitucional, poco antes de las elecciones del Poder Judicial (únicas en su tipo), se eliminaron los obstáculos para que pueda presentarse nuevamente como candidato presidencial.
De esta manera, el TC desconoce la voluntad de bolivianos, y en este momento las autoridades buscan justificar como el resultado de esa elección no sería vinculante.
¿Cuál fue la reacción? En las elecciones judiciales realizadas días después de la publicación del mencionado fallo, un 65% de los votos fueron nulos o en blanco. Esta fue una iniciativa de la oposición con el objeto de rechazar esta medida al tiempo de contrastar fuerzas de cara a las presidenciales.
Cerramos el año en una situación de debilidad institucional en gran parte del continente. Es menester entender que los procesos electorales, cuando son transparentes y las instituciones gozan de credibilidad, brindan a los países una estabilidad que difícilmente puede conseguir de otra manera. Las autoridades son ungidas de legitimidad y los ciudadanos se sienten representados en los órganos correspondientes, cuentan con instituciones que los contienen y que controlan a sus representantes, quienes tendrán que rendir cuentas oportunamente.