Cuando hizo ese video apresurado, se escuchaba el eco de las detonaciones. Oscar Pérez, con su rostro velado por una herida sangrante y su voz entrecortada, sabía que lo iban a matar. Las imágenes fueron explícitas y no había ni forma ni medida para evitar la acción sanguinaria, decretada con los augurios habituales del régimen.
Fue en una mañana azorada, con la atención inmediata a la que nos acostumbran las redes sociales. Había un ambiente de sobresaltos en la población. Muchos se sentían culpables por dejar masacrar a unos valientes que estaban arriesgándolo todo, sin recibir el apoyo requerido.
No era un film de acción de los ochenta, sobresaturados de balas y litros de sangre. Era una vida real tan cruenta como confusa. No había vuelta atrás. Los habían hallado en El Junquito, atornillados en una edificación que parecía propicia para ser rodeados fácilmente.
El clamor de apoyo exigido por Oscar Pérez retumbaba en los oídos incrédulos y estupefactos de los venezolanos. Grabó sus últimos instantes, como un recordatorio de que las dictaduras no tienen entrañas. Por ello, la rendición no fue suficiente para el grupo de exterminio. Había gente inocente en la maltrecha vivienda, que nada tenía que ver con este enfrentamiento desigual.
El ex piloto del Cicpc, por más que trató de negociar su entrega con alaridos de súplica, terminó por entender que el mandato no tenía orificios para la compasión: “No vamos a tomar a nadie con vida. La orden es matarte”, aseveró con alardes el mayor de la Guardia Nacional, que poco le importó el violar 10 tratados internacionales y asesinar a mansalva a Pérez y a seis miembros de su equipo, además de existir la presunción que se encontraban en la morada una mujer y dos niños.
Concretaron su carnicería con lanzagranadas y fusiles de asalto. Los ejecutaron sin mediar en reflexivas justas y con los bolsillos vacíos del alma; con la imprudencia de quienes han perdido cualquier indicio de humanismo.
El rostro cetrino y machacado por la certeza de la muerte, se convirtió en el testamento exclusivo de Oscar Pérez, heredado por un país entero que tiene la necesidad impostergable de recobrar la libertad y honrar el sacrificio gestado por estos patriotas inalterables y otros tantos mancillados en las protestas pasadas, contra este gobierno autoritario y retorcido.
El régimen fue fraguando sus pretextos abominables. El ministro Reverol los catalogó como una célula terrorista y narró su versión trastornada de los hechos. Seguidamente, el Presidente se insufló de la indignidad que lo caracteriza, mostrando con orgullo su “orden cumplida”, soltando amenazas a diestra y siniestra y vaticinando un mismo destino para quienes tengan una idea similar.
Para borrar sus evidencias escabrosas, se ordenó demoler la estructura donde se suscitó la incursión, así como la cremación de los cadáveres. Pero las huellas son evidentes e indisolubles. El rechazo es masivo a las atrocidades de un mandato que ya no le teme a emitir excusas que nadie cree. En el Metro de Caracas escribieron con letras maltrechas la frase “Oscar Pérez Vive”, como incuestionable repudio por parte de la gente a esta masacre.
Amnistía Internacional condenó los hechos, como también lo hizo Human Rights, Marco Rubio, Otto Reich, la Conferencia Episcopal Venezolana, 20 ex presidentes de Latinoamérica y España y diferentes medios de comunicación del planeta. Hasta la reconocida periodista, Alba Cecilia Mujica, perdió su empleo en Globovisión, por sobrepasar los límites de la sinceridad y ofrecer opiniones de lo sucedido, que el gobierno no iba a tolerar.
Hoy el ejemplo de este hombre y su equipo se erige como un póster legendario para las inspiraciones infalibles. Siempre pensé que lo haría el hambre irremediable y la consternación sin respuesta en la familia. Pero las independencias siempre están saturadas de sacrificios. Esperemos que este no sea en vano.
MgS. José Luis Zambrano Padauy
Director de la Biblioteca Virtual de Maracaibo “Randa Richani”
zambranopadauy@hotmail.com
@Joseluis5571