Gobernar sin Pdvsa y sin petróleo, nosotros sí podemos, por Leocenis García

Gobernar sin Pdvsa y sin petróleo, nosotros sí podemos, por Leocenis García

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La idea de implementar el “Estado de Bienestar” se viene cocinando en Venezuela desde 1958 hasta cuando Hugo Chávez apareció en 1992 al frente de un golpe militar. Desde 1958, cuando el dictador Pérez Jiménez cayó, se armó un régimen donde la economía funcionaría mediante órdenes, no por una cooperación voluntaria.

La razón es la siguiente: Durante el gobierno del general Juan Vicente Gómez (1908-1935), el estado venezolano pasó no solo a tener el monopolio de la violencia política, sino también el de la riqueza natural, y se convirtió en un petroestado. Y pasó a ser, como diría Fernando Coronil, un «brujo magnánimo» (Coronil, El Estado Mágico).





La dudosa «bendición» del petróleo puso en manos de unos vagos, una riqueza de la noche a la mañana. Imagínense a un grupo de señores a los que se les dice: «Bueno tíos, cojeos este país, prometed, prometed, y prometed… ahí tenéis ese dinero para gastar a manos llenas. Joded y bonchad». En ninguna parte del mundo el oficio de político es más sencillo que en Venezuela, consiste en «partir la cochina» como cuenta Herrera Luque que le dijo un enemigo a Guzmán Blanco, cuando le presentó su rendición, antes de dividir un dinero que la República tenía en un banco de New York.

Ningún analista puede comprender lo que sucedió en Venezuela, porque expresa la paradoja de naciones periféricas «ricas» que, no obstante, sufren los problemas típicos que afligen a los países del tercer mundo. Si bien durante el auge de mediados de los años 70 Venezuela obtuvo más dólares por sus exportaciones de petróleo que lo que recibieron todas las naciones europeas por el Plan Marshall, en 1975 Venezuela tenía la mayor inflación y la más baja tasa de crecimiento de América Latina.

Durante estos años, los intelectuales desde Uslar Pietri, hasta Pérez Alfonzo, cayeron en un misticismo adorador del petróleo, bajaron a la Virgen de Coromoto de su trono y pusieron al crudo venezolano. «Había que sembrarlo» como si fuera una planta de yuca. «Había que convertirlo en un arma de influencia» como si estuviésemos en la Guerra de las Galaxias.

Y todas estas tonterías nos metieron en una nube, negándonos a tomar las cosas tal como son. El valor de los recursos naturales se define, por su utilidad, esto es, por su conveniencia para los consumidores. Como afirma Alfred Marshall «para el productor individual la tierra no es más que una forma de capital». Hay algunos místicos que dirían que es la «Pachamama», pero ninguna Pachamama quiere que sus hijos mueran de hambre contemplándole como a una virgen. El sábado se hizo para el hombre, dijo Jesús. Y la naturaleza para el hombre.

Los recursos naturales se compran y se venden como una mercancía, cuidando los costos ambientales. La oferta y la demanda determinan su precio, de ahí que la escasez sea un factor esencial en la determinación del mismo. El costo de producción tiene su base en la evaluación de costos de oportunidad, los costos alternativos o la falta de utilidad para el inversionista.

Desde esta perspectiva los ingresos que se obtienen a partir de los recursos renovables como la cosecha, son pago por capital preexistente. En el caso de recursos no renovables como el petróleo, los royalities abonados a los propietarios de la tierra por concepto de actividades de minería se consideran un pago por capital natural. De ahí que Marshall plantea que royalities por conceptos de actividades de minería son el precio que se paga por una mercancía que fue almacenada por la naturaleza, pero a la que ahora se trata como propiedad privada, que administra el Estado.

Para mí está claro que los recursos no renovables, como los minerales son activos como cualquier activo.

En mi libro Rebelde con Causa dije: «un activo es algo que pone dinero en tu bolsillo, y un pasivo algo que se lo lleva». Ahora bien la corporación de petróleo que fundó la socialdemocracia, “Petróleos de Venezuela”, ha mantenido costos operativos por encima del 80% sobre la factura pe- trolera desde que se fundó hasta 2016, año que escribo este libro. De cada 10 dólares, la empresa se tragaba ella misma 8, es decir, PDVSA se convirtió en una estructura de pasivos.

No voy a atiborrarlos de números, solo les diré que durante mi trabajo como periodista me tocó analizar cada año desde 2004, los balances anuales de PDVSA, siempre la participación scal, la suma de impuestos sobre la renta, regalías y dividendos (lo que le que le quedaba al país) era el 25% sobre el ingreso, mientras que los costos operativos se tragaban 80%. Y de ese 80% una buena parte iba destinada a la compra de petróleo. Durante los años 2005, 2006, PDVSA tenía una participación scal de 25 mil millones de dólares y unos 36 mil millones de dólares se gastaban comprando petróleo a terceros.

Estas compras tenían como objetivo cumplir planes populistas de ayudas a otros países como Cuba, en medio de una situación de caída de producción que se había iniciado en 2002, cuando Chávez le quitó a la industria, su principal capital: la gente.

Los individuos fueron desde que apareció el negocio petrolero en Venezuela, apartados de la propiedad real sobre el petróleo. El Estado consideró, era mejor administrándolo que ellos. Y ya ustedes saben cuál es el saldo, como el Estado no es mejor empresario, no ha sido creado para eso, hizo lo que condenó el ministro de Fomento, Gurmensido Torres (1921): «las compañías se llevan el petróleo y el go- bierno les paga para que se lo lleven».

La ley de 1920, que regulaba las concesiones petroleras hasta 1934, establecía unos royalities promedio de solo 9%. Hablar de propiedad común es tan difuso, como hablar del dinero de todos. Es al nal de cuentas una forma edulcorada de decir que el petróleo no es de nadie, sino de los «gendarmes necesarios». Me tocó ser asistente de producción cuando estudiaba comunicación social para un grupo de italianos que lmaban el documental «Nuestro Petróleo y otros cuentos» rodada por los cineastas: Elizabeth Andreolli, Gabriel Muzzio, Sara Muzzio y Max Puig. En una de las entrevista el entonces diputado Calixto Ortega, un mili- tante del Partido Socialista Unido de Venezuela dijo: «Mire, el petróleo es de todos los venezolanos, eso lo establece la Constitución. Pero eso no quiere decir que un criador de cabras de mi pueblo, va ir a PDVSA (la estatal petrolera) a pedir cuentas de cómo va el negocio». Esa respuesta es la forma más cínica de explicar la trampa colectivista.

En Venezuela, el petróleo sirvió como la zanahoria con la cual los conejos eran seducidos, con la idea de que éramos absurdamente ricos, pero en barrios como el que nací, éramos, verdaderamente pobres.

Éramos ricos como el indio que está sentado sobre el oro del conquistador. Esa socialización de la riqueza, era eufemismo. Era el espejismo de unos hombres sedientos, perdidos en un desierto, con hambre y sed, viendo un manantial inexistente, alentados por sus delirios.

Con capitalismo Taiwan, Singapur, Corea del Sur, Irlanda dejaron de ser cafeteras, y se desarrollaron. ¿Por qué Venezuela está anclada? ¿Qué pasará cuando el etanol y el hidrógeno sustituyan en parte al petróleo? ¿ Acabará el estado de bienestar como se predica? Estas son las cosas que hoy reclaman de nosotros un juicio. Pero parecemos lejos de querer abordar estos asuntos.

Todos los partidos de mi país, -e incluso partidos modernos como Primero Justicia o Voluntad Popular -, dedican energía a criticar el libre mercado. Reclaman una intervención oficial para que exista «justicia social», para ello ponen como ejemplo el socialismo de Bachelet en Chile como alternativa a eso que ellos alegremente llaman «capitalismo salvaje», como si habláramos del chupacabras.

El término «justicia social», algo así como repartir el botín, aún cuando no se sepa cómo llenar nuevamente el arca, es una invención de los socialistas fabianos en el siglo XIX.

Respecto a Chile, cualquier lector con algo de curiosidad, sabe que no fue el socialismo light de Bachelet el que disparó la economía chilena, sino el gobierno de Augusto Pino- chet, impulsando la economía de libre mercado. El que fue implantando en contra de los mismos militares quienes reclamaban una economía estatista. Sin embargo, Pinochet tuvo el suficiente coraje para entregar la dirección a unos chicos recién graduados de la escuela de Chicago, influenciados por Milton Friedman, quienes sentaron las bases de lo que es Chile hoy día. Sustentada en el libre comercio.

Como es fácil ver, es una enorme mentira que en Venezuela reinó el capitalismo desde la independencia. Venezuela ha dirigido su economía por el Estado desde la cuna hasta el sepulcro que la condujo el chavismo. Ahora nos toca a nosotros, -aún hay tiempo-, el trabajo de resucitarla. Ponernos frente al sepulcro como Jesús y decir «Lázaro ¡levántate!».

Tanto el socialismo como la socialdemocracia que han gobernado Venezuela desde 1958 hasta hoy cuando escribo este artículo, han exacerbado el rentismo, el intervencionismo, el estatismo, por la sencilla razón que en un país petrolero es muy atractivo que este recurso sea administrado por el Estado, que a su vez se administra por hombres de los partidos políticos, y sus caudillos.

Refiriéndose a los petroestados, Thonvaludur Gylfanson, economista de la Universidad de Groenlandia dedicado al estudio de las naciones ricas en recursos naturales, afirma que «el maná proveniente del crudo puede convertirse en una bendición inconveniente». No está muy lejos de la verdad.

En este punto, todos estaremos preguntando: Bien, tienes razón «la hemos cagado…» ¿pero qué alternativa teníamos?… Mi respuesta les puede parecer simple, pero ya ven las cosas más extraordinarias están en la sencillez, podemos hacer todas las posiciones del kamasutra, en el sexo, pero los hijos nacerán por una regla básica y simple: orgasmo mutuo.

La única forma que tenemos para salir del gran error por el cual ha transitado el país en manos de la política colectivista, es separando el negocio petrolero del resto de la economía. Aplicar las reglas de libre mercado. No hay otra salida.

Al igual que Venezuela, y otros países «nuevos ricos», Noruega fue seducida por esta riqueza mágica petrolera; sin embargo Noruega, es casi el único de los grandes productores de petróleo que ha mantenido su fortaleza económica desde 1970, a diferencia de los productores del medio oriente o Venezuela, que en las últimas tres décadas han visto reducir drásticamente su ingreso por habitante, además de tener fenómenos súper inflacionarios y un empobrecimiento general de su economía.

El gobierno de este país, ha hecho precisamente lo que planteé (separar el petróleo del resto de su economía), ha disminuido su dependencia del crudo. El sector privado se ha diversificado. El gobierno de este país ha promulgado leyes que establecen claramente que el petróleo pertenece a los individuos. Desde 1990, el gobierno noruego ha estado invirtiendo en una cuenta llamada Fondo Petrolero. Los activos de esta cuenta se calculan en la increíble cifra de 120 billones de dólares, en un país de 4.5 millones de habitantes.

El dinero de este fondo es invertido en acciones y bonos internacionales, no se invierte dentro de Noruega porque sería transformar las compañías nacionales en subsidiarias petroleras. La escuela de Administración de Noruega ha planteado que cada individuo sea propietario de una acción del Fondo y cada quien lo invierta como mejor le parezca. Este paso aún no se ha dado, el dinero del fondo ha apalancado el sector de tecnología y manufactura.

Noruega reconoce una industria petrolera competitiva, y aún cuando hay mucha propaganda sobre el Estado de bienestar y sobre que la petrolera es estatal, la verdad, es que han mantenido un control para reducir la sobreapreciación de la moneda (exportaciones menos costosas) y practicando una política de mercado, abierto a los rivales extranjeros.

En 2006, Jeffrey Sachs, sostuvo en una publicación (Scientific Americaan) que las ideas del economista F.A Hayeck habían sido refutadas por las socialdemocracias nórdicas: «En las democracias fuertes y vibrantes, un genuino Estado de Bienestar no es un camino de servidumbre, sino un camino a la justicia, a la igualdad económica y la competitividad internacional» (Sachs, 2006), y en 2016 el ex precandidato demócrata Bernie Sanders, quien se autodenominaba socialista, no encontró reparo en reconocer su admiración por el modelo económico de la «Tercera vía» y el «Estado de Bienestar» de los nórdicos.

Ahora, aclaremos las cosas, ciertamente Noruega, Dinamarca y Suecia (2018 fecha del análisis) gozan de índices de criminalidad sorprendentemente bajos y una envidiable esperanza de vida. Sin duda, se trata de países sumamente prósperos económicamente, pero lamento aguar la fiesta diciéndoles que esto no lo deben, como pregonan algunos, a un modelo redistributivo.

Todos estos predicadores ignoran su historia e instituciones. Estos países tienen una población homogénea, elevados niveles de confianza, participación civil, responsabilidad individual, y sobre todo una enorme cultura del trabajo. La inobservancia de estos elementos esenciales que anteceden al llamado «Estado de Bienestar», como lo ha explicado Nima Sarandajr, investigador del Centre for Policy Studies y PND del Royal Institute of tecnology de Estocolmo, permite que se extienda el cliché del «Estado de Bienestar».

Durante la Edad Media (perdónenme que haya pegado este brinco tan grande), a los agricultores que representaban a casi toda la población europea, les fue difícil sobrevivir a las inclemencias del clima en la península escandinava. Fue entonces por física necesidad que se desarrolló en Escandinavia una sólida elite del trabajo y la responsabilidad individual.

Muchos campesinos, eran propietarios de la misma tierra donde labraban, a diferencia de los labriegos carentes de propiedad privada que vivían en el resto de Europa, así, distando completamente del modelo feudal del pacto de vasallaje presente en los demás reinos europeos, los escandinavos eran dueños de la misma tierra que los alimentaba. Es decir, para aterrizar, había una real conciencia del derecho de propiedad.

Pero fue solo hasta finales del siglo XIX, cuando particularmente Suecia abriga las ideas liberales que compaginan con sus instituciones preexistentes. Ahí disparó su crecimiento económico con cifras inauditas. Abrió la puerta al libre comercio y se alejó de la intervención del Estado en la economía.

Este periodo se enmarca desde 1870 hasta 1970. Época en la cual se hace evidente el intervencionismo en la economía hasta llegar a su clímax en 1980, con una agresiva estatización de la economía.

Paradójicamente, justo cuando Margaret Thatcher trataba de salvar a Gran Bretaña de la ruina económica, desmantelando el Estado asistencialista implantado desde tiempos de Attlee, Suecia vivía un proceso completamente distinto, equidistante de la política conservadora británica. Suecia comenzaba una agresiva política social casi confiscatoria. El impuesto a la riqueza fue particularmente dañino.

Precisamente eran las empresas familiares –aquellas que habían vuelto a Suecia un país próspero- las más perjudicadas, estancando el crecimiento.

Para el 2004, -cuando reinaba el llamado «Estado de Bienestar», de las cien empresas de mayor facturación en Suecia, treinta y ocho eran locales, de esas 38, 20 habían sido fundadas entre 1914 y 1970, y solamente 2 después de la década del 70. Creo que esta es una buena imagen de lo que intento demostrar.

Nada nuevo.

El clímax socialdemócrata vivido en Escandinavia podía definirse en una palabra: Fracaso. No hubo prosperidad cuando el Estado creció de manera desorbitante y consumió cerca de la mitad del PIB, más bien la prosperidad existente fue producto de una estructura anterior y no del éxito de las políticas asistencialistas.