Comienzo con lo que debiera ser una nota al pie de página. Ya sé que Iván Márquez y Jesús Santrich –el segundo y tercer cabecilla de las FARC, el primero es Timochenko– realmente se llaman de otra manera, pero opto por referirme a ellos por los alias que eligieron y por los que el pueblo los conoce.
Voy al grano. Fue providencial que la Administración para el Control de Drogas de Estados Unidos, la DEA, atrapara con las manos en la cocaína a Jesús Santrich y a Marlon Marín, sobrino de Iván Márquez. No importa que lo nieguen. Hay videos, fotos, grabaciones y testimonios de los agentes. A esa imponente masa de pruebas pronto se le unirá el relato de otro de los acusados, Fabio Younes Arboleda. Tiene 72 años y no quiere morir en una cárcel americana. Ha pedido que lo extraditen rápidamente a Estados Unidos. Sabe que el primero que “cante” pudiera recibir una condena más leve. Entonará La Traviata. Al fin y al cabo, es un señor de derechas metido en esas andanzas accidentalmente.
Era evidente que las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) seguirían dedicadas al narcotráfico. Los únicos que aparentemente creían en la súbita regeneración de los narcoguerrilleros comunistas eran el presidente Juan Manuel Santos y tal vez su escudero Humberto de la Calle, hoy candidato a presidente que exhibe con orgullo lo que debía avergonzarlo: fue el jefe de los negociadores oficiales de una paz que era sólo la coartada de los adversarios para continuar la guerra por otros medios supuestamente pacíficos.
Quienes han vivido durante décadas al margen de la ley no renuncian a un botín de cientos de millones de dólares anuales. Ganarse la vida honradamente es duro y puede ser aburrido. Los narcoguerrilleros de las FARC, por lo menos los jefes, no mataron y se jugaron la vida para acabar vendiendo automóviles o despachando camisas en una tienda. Cuando a Santrich le preguntaron si los jefes de la FARC se arrepentían de sus crímenes se burló respondiendo con el estribillo de una canción famosa: “quizás, quizás, quizás”.
Los jefes de las FARC creen que no tienen nada de que arrepentirse. Toda la sangre y el dolor vertidos son gajes del oficio de revolucionarios. Asesinar, violar muchachas campesinas, secuestrar niños o adversarios, extorsionar, disparar bombas incendiarias contra una iglesia atestada de personas o fusilar rehenes indefensos era más comprometedor que venderles cocaína a unos infelices adictos gringos. ¿Por qué iban a renunciar al narcotráfico? ¿Renunciaban los políticos corruptos colombianos a la “mermelada”, como allí se llama al soborno con que el Gobierno compra la voluntad de muchos legisladores? ¿Renuncian los empresarios corruptos a hacer negocios debajo de la mesa con funcionarios envilecidos?
La intención de las FARC no era arreglar los desperfectos del sistema. Lo que pretendían y pretenden es sustituirlo por otro peor como los que hay en Venezuela o Cuba. Las FARC renunciaron a la violencia porque sus cabecillas no querían morir en un bombardeo de la aviación, como les sucedió a Raúl Reyes, Mono Jojoy o Alfonso Cano, y no porque respetaran las leyes de la República o el sistema de economía de mercado. Todo eso les produce un terrible asco. Santrich, ideólogo muy radical, iba a ocupar una curul en el Parlamento, graciosamente otorgada por Santos como los reyes hacían marqueses a sus amigos, pero no para legislar con sabiduría, sino para ignorar las leyes existentes y dedicarse a lo que engorda las arcas de las FARC, el narcotráfico, pero ahora protegido por la inmunidad parlamentaria.
Las consecuencias políticas de estas detenciones van a ser profundas. Para Santos es la evidencia de un fracaso, mientras que para el ex presidente Uribe es la prueba de que tenía razón cuando defendía el NO con vehemencia en un referéndum que ganó inútilmente. Tal vez, incluso, impulsen la candidatura de Iván Duque y Marta Lucía Ramírez –hoy punteros en las encuestas– hasta conseguir imponerse en primera vuelta el 27 de mayo. Ambos defendieron ardorosamente la oposición a esos pactos de paz –no a la paz, a esa paz–, y se indignaron contra el regalo de 10 puestos en el parlamento –cinco en el congreso y cinco en el senado– porque les parecía, y lo era, una burla a la soberanía popular. Es lo peor que podría ocurrirles a las FARC.