A fines de 1957, Fausto Verdial, un joven madrileño de 23 años, abordó en Vigo un vapor con algo menos de 70 dólares en el bolsillo. El barco zarpó rumbo a La Guaira, en Venezuela. La Nochevieja que recibió a bordo “fue la primera que [pasó] en libertad”, decía al recordar el ánimo con que dejó atrás para siempre la España de Franco.
Su padre, fusilado en prisión durante la Guerra Civil, figura en la foto de un afiche republicano que llamaba a la defensa de Madrid. He visto esa foto en un libro ilustrado. El papá de Fausto es el hombre que instruye afablemente a una bella miliciana en el uso de un fusil Mauser 98. Fausto heredó su apostura y su afición al teatro: llegó a ser meritorio de la Real Escuela Superior de Arte Dramático y con ese único título se vino a América.
Saltó a tierra en La Guaira a tiempo de fundirse en el zaperoco de júbilo colectivo con que los caraqueños festejaron el derrocamiento y la huida del dictador, el general Marcos Pérez Jiménez. Zaperoco fue la primera palabra americana que aprendió.
El bus que lo subió a Caracas desde el puerto lo dejó aquella mañana en la céntrica plaza O’Leary, justo en el apogeo de la celebración. Fausto se dejó abrazar y zarandear por la gritona y enloquecida gente de Caracas y extravió parte de su equipaje. En la coincidencia de su llegada y la caída de una dictadura vio Fausto una seña del destino y por eso decidió quedarse para siempre en Venezuela.
Allí terminó de hacerse actor, luego guionista de cine y televisión y, ya al borde de su vejez, dramaturgo de éxito. Dedicó su primera obra a la experiencia del exilio español y la tituló Los hombros de América. Estrenada en Caracas en 1991, la obra narra parcialmente los días de Javier, un exiliado republicano español, que en noviembre de 1975 aguarda en Caracas la muerte de Francisco Franco. Antes de levantarse el telón, escuchamos la canción Tatuaje, de Conchita Piquer.
La familia venezolana de Javier no puede entender la fruición y la ferocidad con que este contempla regresar a España tan pronto Francisco Franco patee el balde. La Venezuela de 1975 que Javier ha decidido dejar, luego de casi 30 años, vive los años locos de una petroborrachera saudita. ¿A qué cambiar aquella Jauja por la España que en la imaginación de Javier sigue siendo la de 1939? ¿Para qué rayos querrá regresar? ¿A quién podría cobrarle ahora sus años de destierro?
Cuando vi Los hombros de América, la noche de su estreno en Caracas, me pareció una seductora amalgama de Carlos Arniches y Buero Vallejo, con mucho más de Arniches que de Buero Vallejo. El público de aquel entonces celebraba lo mucho y bueno que la obra tiene de regocijante comedia de costumbres, pero —y es muy explicable— se le escapaban las rumias de Javier, sus amargas alusiones a la España del estraperlo, la denuncia anónima, la cárcel, el destierro o la pena de muerte.
Más de un cuarto de siglo después de su estreno, Los hombros de América ha vuelto a subir a escena en una Caracas convertida en peligrosa ciudad fantasma, en una de las capitales mundiales del homicidio. Una ciudad, sin embargo, que desafía el toque de queda impuesto por el hampa letal, fiel a su inextinguible devoción hacia el teatro. El afamado Grupo Actoral 80 da vida a la pieza de Verdial. La reacción del público es sorprendente.
El texto de Verdial transfigura ahora toda la tragedia venezolana actual de tal modo que las palabras miseria, tiranía, cárcel y exilio cobran hoy día una lancinante realidad. Aún arranca risas esta pieza, pero al caer el telón son muchas más las lágrimas y los nudos en el pecho. Termino esta nota con un fragmento del poema Costas de Venezuela, de Rafael Alberti, del que Fausto tomó el título.
Fue escrito a bordo del vapor Colombie que en 1940 llevó al poeta gaditano a su exilio en Argentina, durante una escala en La Guaira: “Aquí sucede algo, nace o se ha muerto algo. Aquí se perdió alguien, se hundió, se murió alguien. Pero aquí existe un nombre, una fecha, un origen. Se ve que estas montañas son los hombros de América”.
@ibsenmartinez