“Escribir es una forma de terapia. A veces me pregunto cómo se las arreglan los que no escriben, o los que no pintan o componen música, para escapar de la locura, de la melancolía, del terror pánico inherente a la condición humana.”
Graham Greene
La vida personal y social es insatisfactoria. La mitología en torno a la felicidad la reduce a destellos pálidos. Siempre ha sido así. Aunque en el siglo XXI, de la mano de los teléfonos inteligentes personales, los mecanismos de evasión para el auto-engaño y con ello disimular las frustraciones y caídas, nos han permitido el refugio en una democratización de la comunicación promiscua en donde la basura digital te abruma y distrae de tal manera que lo banal se convierte en significativo.
No es culpa de los celulares inteligentes que nuestros secretos más perversos puedan ser resguardados, aunque en realidad nuestra supuesta blindada privacidad sea otro mito. El Internet nació como un derivado de la inteligencia militar y los que controlan las redes sociales nos controlan a todos nosotros. El teléfono móvil ejerce un monopolio sobre nuestras vidas cotidianas mundanas picadas por el gusanillo de la inconformidad. Sospechamos la “condición trágica de la vida” (Unamuno), el inevitable aniquilamiento, y creemos que con selfies y almacenamiento infinito en “la nube” de toda nuestra información resguardada podemos jugar a Dios. Aunque todo sea un ardid, en realidad un pasatiempo enfermizo, donde las reglas nunca son claras y cuya integridad es ambigua. Violencia y pornografía prevalecen como los contenidos más vistos en las redes sociales: no es el arte, ni la tecnología y mucho menos la cultura. Y los nuevos “amigos” que buscamos los rastreamos desde las sombras magnificando el morbo del secreto y lo prohibido. Como asumimos que nadie nos ve, quizás Dios aunque su invisibilidad es un alivio, casi todas nuestras búsquedas digitales se orientan en explotar nuestros más bajos instintos. Y esto no es culpa de los móviles inteligentes, sino de nuestra muy imperfecta condición humana.
Álex de la Iglesia en “Perfectos desconocidos” (2017) explota éste tema del dolor congénito a través de las imposturas que todos nos fabricamos, y ahora potenciamos aún más, desde unas redes sociales que terminan por subyugar nuestra voluntad e inteligencia. Ya no sólo es un asunto de status social, sino la de pertenecer al rebaño digital pensando que somos protagonistas en la primera línea de fuego.
Sí hay algo que potencia el mundo digital de la comunicaciones globalizadas es la mentira y el engaño. El negarnos de acuerdo a nuestras reales esencias, casi todas fallidas, de acuerdo a una victimización en masa. Nos dan la “democracia virtual” y la mayoría sólo es capaz de explotar el entretenimiento sin norte y la evasión lastimosa. En cada celular personal se esconde un desconocido ante sí mismo y los otros. Álex de la Iglesia sobreexplota esto desde la tragicomedia poniendo en el centro del debate como las amistades, matrimonios y relaciones humanas de todo tipo se sostienen desde el simulacro y la hipocresía. Su conclusión: es devastadora. El espectador se hace cómplice de cada personaje de los que presenta Álex de la Iglesia en su película porque es una taxonomía elemental y reveladora.
Que aburrida y predecible es la existencia humana como una telenovela donde las pasiones, emociones y sentimientos someten al escarnio a la más aséptica racionalidad kantiana. Álex de la Iglesia nos divierte, aunque también nos asusta, y mucho.
DR. ANGEL RAFAEL LOMBARDI BOSCAN
DIRECTOR DEL CENTRO DE ESTUDIOS HISTÓRICOS DE LUZ
@LOMBARDIBOSCAN