La vida en Venezuela se ha convertido para muchos en un infierno en el que los ciudadanos dejaron de ver correr el agua por los grifos, la luz eléctrica falla constantemente, el transporte público colapsó y no se consiguen medicamentos ni dinero en efectivo.
La lista de obstáculos para llegar a tener algo de calidad de vida en el país con las mayores reservas de petróleo del mundo es cada día más larga, una meta que se hace imposible en medio de un escenario de hiperinflación en el que los sueldos ya no alcanzan ni para cubrir un modesto mercado de alimentos.
El Centro de Documentación y Análisis Social de la Federación Venezolana de Maestros (Cendas FMV) señala que para poder pagar la canasta alimentaria familiar se requieren al menos 200 salarios mínimos, y un salario mínimo equivale a 2,5 millones de bolívares o 32 dólares a la tasa de cambio oficial.
Un kilo de jabón para lavar ropa, por ejemplo, cuesta casi dos salarios mínimos y un kilo de leche supera un salario mínimo.
Bajo este contexto el gremio educativo advierte que los niños están dejando de ir a las escuelas porque no han podido probar alimentos desde el día anterior, porque el transporte público es prácticamente inexistente y tampoco hay dinero en efectivo para pagarlo o porque no han tenido agua en varios días y no han podido asearse.
La ONG venezolana de derechos humanos Provea acaba de presentar su informe correspondiente al año 2017 en el que señalan que más de 16 % de los niños del país sufrió de desnutrición ese año, que 9 de cada 10 venezolanos no puede costear sus propios alimentos y 8 de cada 10 redujo su ingesta.
El hambre se ha mostrado sin disimulo en el país petrolero y ver a una o varias personas hurgando en las bolsas de basura es una escena que ya forma parte del paisaje cotidiano.
Lo mismo pasa en las universidades, donde las más altas autoridades denuncian que los profesores han emigrado, al igual que un sinnúmero de alumnos, mientras otros han sacrificado el estudio para intentar conseguir más ingresos para ayudar en sus hogares.
Mariela Sato, vicerrectora de la Universidad Simón Bolívar, una de las instituciones públicas más prestigiosas de Venezuela, dijo recientemente en declaraciones a periodistas que los profesores están dejando las universidades venezolanas pues devengan un salario mensual que no supera los 6 millones de bolívares (75 dólares).
A esto se suman las fallas constantes en los servicios de agua, transporte y electricidad con la consecuente ausencia de internet, lo que la docente denomina una “tormenta perfecta”.
El transporte público sufre las penurias de la escasez de repuestos y suministros de mantenimiento pues Venezuela pasa por una severa sequía de divisas, y prácticamente todo es importado.
Es por ello que más del 75 % de los autobuses y demás unidades de transporte están paradas y en muchas ciudades y poblados han habilitado camiones de carga para movilizar pasajeros, unos vehículos inapropiados para este uso.
Ya se han empezado a registrar accidentes, el último en mayo pasado cuando murieron doce personas.
El colapso de todos los sectores es el tema de conversación en cualquier espacio público. Los venezolanos dicen sentirse en un “reality show de supervivencia” que además está aderezado por la criminalidad rampante.
El colapso del sistema de salud también se ha exhibido con todo su horror, no solo por la escasez de medicamentos, tratamientos, reactivos y materiales médicos sino también por el descalabro de los hospitales que sufren asimismo la falta de agua y luz mientras los pacientes son alimentados con plátano hervido o pasta sola.
Las protestas relacionadas con la falta de atención sanitaria se observan casi a diario y son protagonizadas por pacientes y familiares cada vez más desesperados.
Los días pasan bajo este escenario, que cada vez se hace más oscuro y en el que no se vislumbran soluciones. EFE